En honor a los estudiantes, a los héroes y a Pushkin, el famoso poeta ruso. Studentska, Heroiv Pratsi y Pushkinska son los nombres de las tres estaciones de metro más concurridas en la ciudad de Járkov. La segunda urbe más poblada de Ucrania lleva meses soportando los envites de un ejército ruso que llegó a ocupar parcialmente algunas áreas de la metrópoli durante los primeros días de invasión.
Los soldados ucranianos recuperaron el control antes de marzo y, desde entonces, se han convertido en un escudo que impide el avance total desde el norte. El movimiento, además de favorecer la logística del Kremlin, es vital para encerrar al Donbás y doblegar dos provincias que llevan en guerra desde 2014.
En la primera línea de combate, las fuerzas aguantan heroicamente; en los subterráneos, poco a poco, comienzan a flaquear. Si la red ferroviaria permitió en las primeras jornadas el libre movimiento de diez millones de ucranianos, la construcción y profundidad de sus estaciones de metro, han salvado, sin ninguna duda, centenares de vidas. Familias que decidieron no huir y permanecer en su ciudad.
Cualquier espacio sirve para extender unos cartones e intentar dormir, especialmente en las estaciones alejadas del centro histórico. Cuanto mayor es la cercanía a los barrios castigados diariamente por la artillería rusa, como Saltivka, mayor es la afluencia de vecinos.
Las botellas y termos han sustituido a las monedas y fichas en los tornos de acceso. Las mantas y colchones, algunos donados por organizaciones, se apilan para dejar espacio al mayor número de personas. Algunos, incluso, viven en tiendas de campaña.
Járkov contaba con un millón y medio de habitantes –dos sumando el área metropolitana— antes de la guerra, la segunda ciudad más poblada tras Kiev. Las últimas estimaciones compartidas por las autoridades consideran factible que, en estos momentos, apenas quede un 30%.
Diferentes grupos de voluntarios se acercan a entregar comida caliente cada día. Las otras opciones que encuentran los vecinos son: regresar a sus casas –en caso de seguir en pie y corriendo riesgos— para alimentarse o pequeños hornillos que algunos lograron salvar. En Pushkinska, por ejemplo, hay un microondas para cerca de 130 personas.
Sonia, Diana y Lerya ven dibujos animados en un móvil, bajo unas pinturas. Ellas están en Pushkinska, no obstante, en estaciones como Studentska, hay mujeres como Tatyana, psicóloga de profesión, que ayudan a los niños a entender lo que sucede en el exterior a través de los pinceles.
Hogares improvisados, sin paredes ni intimidad. Libros, banderas, sillas, peluches, juegos de mesa… "Decorarlo es necesario para hacerlo más nuestro", confiesa Alla.
Algunos palian la falta de luz con frontales en la cabeza. Otros, utilizan una lupa con linterna para leer.
Las personas con discapacidad y los mayores con gran dependencia son los más vulnerables en este encierro "voluntario" bajo tierra. En algunos casos, la única opción para salir es una ambulancia "o el ataúd", como dice Halina. Subir los 200 escalones de Pushkinska no está al alcance de todos.
Cuando bajaron a la estación de Studentska, Oksana tan solo le pidió a su madre una cosa: no olvidar en casa a Bianca, la muñeca que no suelta. Con protagonistas de Disney estampadas en las mallas, cuenta, tímida, que lleva trenzas porque es una princesa.
"Niños", reza el cartel en las puertas de un vagón de metro que lleva ocho semanas abriéndose y cerrándose sin avanzar un centímetro. Los ataques rusos han cambiado la vida de los menores. Tras el retraso producido por la pandemia de Covid-19, ahora se suma la generación de la guerra.
Con el paso de los días, algunos entendieron que su estancia allí iba para largo. Más allá de la ropa de abrigo, objetos como lámparas caseras y alargaderas ayudan a sobrellevar la oscuridad de unos vagones muy cotizados por el espacio y la intimidad.
Alina (17) y Zakharya (19) se refugiaron en Studentska la primera semana de invasión. La vivienda de él está cerca y aún no ha sido dañada, pero decidió bajar a vivir con su novia. "No quiero separarme de ella", cuenta este estudiante de ingeniería antes de recibir un beso inocente. Oleg y Olga, los padres de Alina, aprueban sonrientes una relación que madura en el interior de un vagón.
Apenas hay ladridos y maullidos, aunque la presencia de animales está muy extendida en todas las ubicaciones visitadas por EL ESPAÑOL. Son muchos los que, además del cariño que profesan a sus mascotas, cuentan la misma historia: la reacción de sus animales les puso sobre aviso antes de escuchar por sí mismos las explosiones.
Las horas pasan lentas en los andenes. La moral ha ido bajando y muchos no quieren fotografías, tampoco salir al exterior para ver el destrozo que el ejército ruso ha causado en su ciudad. Dormir parece la mejor opción.
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