Hace horas que no habla y Sasha teme que la oscuridad de la noche vuelva a caer. Cuando el sol se va y él duerme, su hija Yelysaveta, de 14 años, se despierta cada pocos minutos gritando por disparos que nadie más escucha: “Papá, papá, los orcos están aquí”. Así ha ocurrido durante las últimas semanas, unas fechas en las que los soldados rusos hostigaron sin descanso la ciudad de Mariupol. Cansados e incapaces de hacer frente a una lucha de guerrillas contra los pocos uniformados ucranianos que resisten en los túneles de Azovstal, anunciaron la toma de la urbe el pasado 21 de abril.
Las imágenes de las avenidas reducidas a escombros tras la “liberación” devuelven a la memoria las escenas más atroces de Siria. El presidente ucraniano Volodimir Zelenski, incluso, comparó el ataque con los bombardeos de la aviación alemana sobre Gernika en 1937.
Como este estibador de 45 años y su hija, cientos de civiles escapan cada día en minibuses y coches particulares de la principal población del mar Azov, y otros enclaves cercanos. Corredores humanitarios pactados entre las partes y organizados por Naciones Unidas y Cruz Roja que permitieron el pasado domingo la salida de 100 ucranianos de los sótanos de la acería que ocultan también a los últimos defensores de Mariupol.
Su destino es Zaporiyia, donde florece la primavera y las familias pasean por los parques, que teme ser el próximo objetivo de Putin en su ansiada conquista del sur de Ucrania. Su posición estratégica y el importante desempeño como productor de energía (alrededor del 25% del consumo en toda la nación), junto con el avance de las tropas rusas, convierten a esta ciudad de 700.000 habitantes en un enclave relevante en esta fase del conflicto.
A pesar de haber perdido el dominio de una de las mayores plantas de nucleares de Europa, la ubicación privilegiada entre las regiones de Dnipropetrovsk y las parcialmente ocupadas Donetsk y Jersón la han convertido también en el principal polo de evacuación en el sureste ucraniano.
Aquí llegaron los primeros huidos de Mariupol en marzo, todavía –muchos—en shock, por el ataque sufrido a manos de un Putin al que consideraban defensor de la lengua rusa. Dos meses más tarde, se espera que los primeros huidos de Azovsal alcancen al parking de un centro comercial donde prensa y autoridades les aguardan. Sin embargo, las docenas de registros en las calzadas, el chequeo de pasaportes y el pillaje de los invasores está retrasando su bienvenida.
Personas con experiencias como la de Yelena Aytulova, de 44 años, que según declaró a la agencia Reuters ha estado escondida en los túneles de la acería desde el 24 de febrero. “Durante un mes estuvimos tomando seis latas de comida para 40 personas al día”, afirmó en una de las paradas de los más de 20 check-points que separan la zona controlada por el Ejecutivo de Zelenski del territorio ocupado.
Bajo tierra, la comida, el agua y los medicamentos se agotan. Esa es la situación en el búnker cercado de Mariupol, mientras el Kremlin no da muestra de cambiar su estrategia. Poco después de arrancar el último motor de los autocares destinados a transportar a los primeros cien habitantes, la artillería volvió a percutir sobre la planta de acero.
De Mariupol a Transnistria
La negativa a rendirse de los estimados dos mil defensores no ha sido en vano. El tiempo y las tropas que todavía dilapida Rusia tratando de doblegar a los atrincherados suponen un balón de oxígeno para los defensores en diferentes zonas del este. El Donbás resiste, Járkov ansía un contrataque y el sur, tras las pérdidas iniciales, sufre ahora los bombardeos en urbes y puertos como el de Mykolaiv y Odesa.
En Zaporiyia, el ejército ruso se encuentra a apenas 40 kilómetros de una ciudad que, a diferencia de otras, da la sensación de estar menos fortificada que el resto. Su verdadera muralla es la defensa natural del río Dniéper que, en realidad, fragmenta la urbe.
Según habrían declarado fuentes de la inteligencia británica a The Times, los últimos movimientos confirman la intención de construir un largo corredor entre Rusia y Moldavia. Una gran L desde Járkov, al noreste, hasta Transnistria, pasando por las regiones de Donetsk y Lugansk y la captura de ciudades de la costa del mar Negro que todavía no están bajo su dominio.
La semana pasada, la tensión en la república moldava se elevó tras una serie de atentados que sacudieron el territorio. Lanzagranadas contra un ministerio, explosiones en un pueblo y el ataque contra una unidad militar.
Controles y juguetes
Ataviados con una carpeta, policías y revisores comprueban la documentación de los recién llegados a Zaporiyia. Nadie sabe quiénes son ni qué buscan, pero los agentes intentan comprobar la nacionalidad del pasaporte y los datos de los recién llegados para evitar infiltraciones que permitan la entrada de efectivos rusos bajo el pretexto de la huida. Tras comprobar maleteros y equipajes, un colgador de ropa donada, cajas con juguetes, platos de comida y algunos periodistas tecleando transforman una triste carpa en un lugar menos hostil.
“Se jodió todo el mundo: el del Audi y el Lada”, deja escapar de manera sagaz una fotógrafa argentina. Y es cierto, los desplazados son de todas las edades, tamaños de familia y clases sociales. Si comparten algo es la cinta blanca que lucen en sus espejos retrovisores. Un símbolo de victoria para aquellos que logran rehuir todos los controles.
“Siempre hemos estado bajo fuego de mortero, pero el bombardeo con aviones fue el peor día de nuestras vidas. Ahora todo será más fácil”, confía Sasha fumando un cigarro.
Testimonio que sepulta con humo y lágrimas la reapertura de embajadas y los movimientos de ajedrez de la geopolítica narrados por reporteros de televisión. Son muchos los desplazados que tan solo quieren volver a sus casas, a pesar de que su huida acaba de empezar. Es el caso de Yelysaveta y su padre. Se quedaron porque la joven no quiso huir, y huyeron cuando la joven no quiso quedarse en una capilla que les mal protegía de las aeronaves. Atrás han dejado a la abuela sin luz, agua ni conexión.
“Todo será Ucrania”, insiste Sasha lanzando el puño al aire. Y quizás tenga razón, pero para vivir en su tierra, este enclave “es el primer punto de regreso”. El país resiste. Zaporiyia vuelve a abrir sus puertas.
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