La vida tiene muchas caras y la guerra tan solo las revela a mayor velocidad. Con manos de gran tamaño y un pasado lleno de trabajo, Viascheslav tapa la suya varias veces durante la conversación. La primera al hablar de una hija –Natasha— que salió de casa camino del hospital gravemente herida por el fuego de la artillería. No la volvió a ver jamás. La segunda, poco después, al romper a llorar por los recuerdos de aquellas primeras semanas bajo tierra de la asediada Mariupol.
Huyó de un hogar destruido cogido por el brazo de su esposa y se refugió en casa de su hermana. El impacto de un misil le robó a Natasha y, también, obligó al matrimonio a buscar un nuevo escondite: la vivienda, sin cristales en las ventanas, de su difunta hija. Los bombardeos constantes y un termómetro que marcaba 12 grados “cuando hacía calor”, además del temor a perder la vida, los llevó a refugiarse en el sótano del edificio.
Allí esperaron un mes sin luz y muy poca agua que había que buscar, cuando escaseaba, a varios kilómetros de distancia. Sin embargo, no fueron las duras condiciones ni el hambre lo peor de aquellos días. “El techo no dejaba de temblar y no sabes si va a caerse el próximo segundo, o el próximo minuto. Era un miedo constante”, recuerda Viacheslav.
Una ansiedad similar a la que narraban algunos de los primeros cien civiles rescatados de Azovstal, en su llegada a Zaporiyia en la tarde del martes. Cerca de 48 horas de viaje para recorrer los 200 kilómetros que separan el territorio ocupado de la Ucrania que resiste. Viajaron 14 autobuses y regresaron 6 de ellos, tras recoger a los ciudadanos que, además de salir de unos túneles en los que empezaban a escasear los elementos más básicos, tuvieron que pasar por campos de filtrado donde los soldados rusos toman fotografías de sus rostros y organizan un registro de nombres y huellas dactilares.
“No entendéis el miedo que produce sentarse en el refugio, en un sótano mojado y húmedo que no deja de vibrar”, compartía Elina Tsybulchenko nada más bajarse del autocar. “Cuando por fin pudimos salir a fuera, vi el sol por segunda vez en dos meses”.
Mariupol caía poco a poco, barrio a barrio, y los lugares donde ocultarse quedaban sepultados por los escombros. La última esperanza para ellos, y los dos mil soldados que todavía aguantan, fue los túneles de la siderúrgica de Azovstal. Un espacio que por su tamaño y arquitectura todavía consigue frenar la toma por completo de una urbe que ya se ha convertido en un símbolo de esta guerra. Este miercoles ell Ministerio de Defensa de Rusia anunció que darán luz verde a la evacuación de civiles de la planta siderúrgica desde este jueves hasta el sábado.
El Ejército ruso ya atacó Azovstal nada más salir los primeros autocares el domingo por la noche y redobló la ofensiva horas antes de la llegada del convoy organizado por Cruz Roja Internacional y Naciones Unidas a Zaporiyia. Esta madrugada, advertía el comandante del regimiento Azov, el escenario ha empeorado más aún para los últimos defensores en lo que ha calificado como “batalla sangrienta”.
30 niños sin escapatoria
Allí abajo quedarían al menos 200 civiles, de los cuales 30 serían menores de edad. Las cifras las ha compartido Vadym Boichenko, alcalde de Mariupol, este miércoles. El propio mandatario ha confirmado la nueva ofensiva rusa contra el último reducto militar que ha logrado frenar la conquista completa de la ciudad, otorgando días extra a otras localidades del este ucraniano para prepararse.
“Hoy hay fuertes combates en nuestra fortaleza, en el territorio de Azovstal. Nuestros valientes hombres se están defendiendo, pero es muy difícil, porque la artillería pesada y los tanques están disparando; la aviación está trabajando, los barcos se han acercado y también disparan”, ha explicado en un canal de televisión ucraniano.
Este motivo llevó a mujeres como Viktoria, madre de dos hijos, a presentarse en el punto de llegada de Zaporiyia con carteles exigiendo el establecimiento de corredores humanitarios para los soldados. Ella tiene a su padre, hermano y marido resistiendo en la acería. El mensaje era para la prensa, pero también para la Viceprimera ministra, Iryna Vereshchuk, que se encargó de recibir a los recién llegados.
Llegadas de madrugada
Con menor presencia mediática, pero los civiles continúan alcanzando las puertas de Zaporiyia. Tal como compartió Chris Hanger, uno de los responsables de comunicación del Comité Internacional de la Cruz Roja, 300 ucranianos más habrían alcanzado el territorio controlado por el Ejecutivo de Zelenski. Siempre en el mismo parking del mismo centro comercial.
Un lugar en el que los gestos de dolor y júbilo se alternan. Llantos de alegría, lágrimas por los no están y que, en muchos casos, no volverán a estarlo. Con el paso de las horas, reciben el ofrecimiento para subirse a un autobús que los lleve a Polonia. Si prefieren quedarse, los voluntarios facilitan centros de refugiados en la ciudad como el Khortitsa Palace, un hotel de cuatro estrellas donde hotel Viascheslav Smyk narra su historia.
Sentado en un sofá que le hunde el cuerpo haciéndole parecer vulnerable, da lecciones de la vida sin saberlo. Lo hace en ruso, la única lengua que quiere hablar hasta el final de sus días y con la que creció escuchando a sus padres hablar del terror de la invasión nazi. Le ha costado, según confiesa, 70 años entenderles.
Lo que no esperaba él era que fueran sus vecinos los que bombardearan la ciudad y dejaran un reguero de muertos por las calles. “No pude enterrar el cadáver de mi hija”, gime negando con la cabeza al pensar en el paradero de su cuerpo. Movimiento que conjuga escasos minutos después con una sonrisa avergonzada por su ocurrencia al especular sobre el futuro: “En el oeste de Ucrania no hay sitios para pescar, ¿qué voy a hacer yo ahora?”. No todo son lágrimas en una guerra.
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