Ahmed cruzó el desierto libio guiado por unos traficantes. Cuando pidió agua, se la negaron. Y cuando la suplicó para un grupo de refugiados sirios que viajaban con ellos, los traficantes le respondieron con disparos. Uno de los sirios murió de sed. “Después de eso nos dieron agua, pero el otro sirio murió también [...] no tenía más que 19 años”, relató a Amnistía Internacional (AI). Los traficantes recogieron sus pertenencias y dejaron sus cadáveres sobre la arena. Otros muchos refugiados se quedaron en el camino por incapacidades físicas.
Libia es la penúltima etapa para más de 264.000 refugiados y migrantes, como Ahmed, en su odisea hacia Europa, según calcula la Oficina Internacional para las Migraciones (OIM). Además, es el punto de encuentro de las diversas rutas que nacen en África: eritreos, nigerianos, somalíes, etíopes… Desde allí, se embarcan en botes para cruzar el Mediterráneo central, pero antes tienen que hacer frente a las mafias y traficantes.
Éstos, que conocen los puntos por los que los refugiados entran en suelo libio, les esperan allí y los capturan. Ahmed, joven somalí de 18 años, cruzó a Libia desde Sudán. En la frontera le esperaban los traficantes. “Cuando [llegas a] Libia es cuando empieza la lucha. Es entonces cuando empiezan a golpearte”, dice.
Ante el riesgo de violaciones y esclavitud sexual, muchas de las mujeres que realizan el viaje se proveen de píldoras anticonceptivas para evitar quedarse embarazadas. Una eritrea de 22 años contó a Amnistía Internacional que había sido testigo de abusos sexuales a otras mujeres, aunque ella no había tenido que soportar ese trauma. Una de las chicas fue violada por un grupo de hombres porque el traficante le acusó de no haber pagado su tarifa. Sin embargo, sí había pagado. “Su familia no podía volver a pagar el dinero. Se la llevaron y la violaron cinco hombres libios. Se la llevaron por la noche, tarde, y nadie se opuso; todo el mundo tenía demasiado miedo”.
Ramya, otra joven eritrea, también fue violada en varias ocasiones. “Los guardias bebían y fumaban hachís [cannabis], y luego venían, elegían qué mujeres querían, y se las llevaban fuera. Las mujeres trataban de negarse pero, cuando te están apuntando con un arma a la cabeza, no tienes elección si quieres sobrevivir. A mí me violaron dos veces tres hombres [...] No quería perder la vida”.
Antoinette, de 28 años y procedente de Camerún, afirma que a los tratantes no les importa la edad de sus víctimas. “Utilizaban palos [para golpearnos] y disparaban al aire. A mí no me violaron, quizá porque tenía un hijo, pero violaron a mujeres embarazadas y a mujeres solteras. Vi cómo sucedía”.
A las violaciones les acompañaba un trato miserable. Los refugiados vivían sin comida ni agua, soportando continuamente insultos y golpes. Saleh, de 20 años y también de Eritrea, entró en Libia en octubre de 2015 y fue llevado de inmediato a un hangar de almacenamiento en Bani Walid (al norte del país) gestionado por tratantes. Durante los 10 días que permaneció allí retenido, presenció la muerte de un hombre tras haber sido electrocutado en agua por no haber podido pagar.
“Dijeron que, si alguien más no pagaba, correría la misma suerte”, contó. Saleh escapó pero finalmente terminó en otro campamento gestionado por tratantes en Sabratah, cerca del mar. “No sabíamos qué sucedía [...] Dijeron que nos iban a tener allí hasta que nuestra familia pudiera pagar [...] Los que estaban al mando nos obligaban a trabajar gratis, en casas, limpiando, haciendo cualquier trabajo. No nos daban comida adecuada. Incluso el agua que nos daban era salada. No había cuartos de baño. Muchos desarrollamos problemas de piel. Los hombres fumaban hachís y luego te golpeaban con sus armas y con cualquier cosa que pudieran encontrar. Utilizaban trozos de metal, piedras. No tenían corazón”.
Algunos de los refugiados que lograron alcanzar las costas italianas, y narrar su testimonio a Amnistía Internacional, afirmaron que habían sido capturados por sus creencias. Amal, eritrea de 21 años, describió cómo el grupo de 71 personas con el que viajaba había sido secuestrado por un grupo armado que, según creían, era el Estado Islámico.
“Preguntaron al traficante por qué ayudaba a cristianos. Él fingió que no sabía que éramos cristianos, así que le dejaron marchar. Nos separaron en cristianos y musulmanes, y luego separaron a los hombres de las mujeres. [A los cristianos] nos llevaron a Trípoli y nos mantuvieron en un lugar subterráneo; no vimos el sol en nueve meses. Éramos 11 mujeres de Eritrea”, dijo. “A veces pasábamos tres días sin comer. Otras veces nos daban una comida al día: medio trozo de pan”.
Amal también describió cómo las presionaban para que se convirtieran al islam, y las golpeaban con mangueras o palos si se negaban. “En ocasiones nos asustaban con sus armas, o amenazaban con matarnos con sus cuchillos”, contó. Según afirma, cuando finalmente las mujeres sucumbieron y accedieron a convertirse, sufrieron violencia sexual. Los hombres las consideraban sus “esposas” y las trataban como a esclavas sexuales. Amal contó que había sido violada por distintos hombres antes de ser asignada a un hombre que también la violó.
¿El papel de la UE?
El 28 de junio, el Consejo Europeo aprobó la decisión de ampliar otro año más la Operación Sofía, la operación naval en el Mediterráneo central, manteniendo su función principal de hacer frente a los traficantes de personas. Además, en el marco de esta operación, la UE ha sumado a sus tareas la formación de la guardia costera libia y el intercambio de información con ella, así como la vigilancia de la implementación del embargo de armas a Libia.
Según MSF, alrededor de 60.000 personas han llegado a Italia en lo que llevamos de año. No obstante, aún hay más de 264.000 personas refugiadas o migrantes que siguen atrapadas en Libia.
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