Donald Trump y Kamala Harris, caricaturizados en el Despacho Oval.

Donald Trump y Kamala Harris, caricaturizados en el Despacho Oval. Tomás Serrano El Español

EEUU

Dos intentos de asesinato, un candidato senil y una rebelión interna: la crónica de una carrera electoral delirante

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No llegaron a dar y cuarto; a las 9:12 de la noche del jueves 27 de junio, hora de Atlanta, todo el mundo supo que Joe Biden no debería haber estado ahí, en el estudio de la CNN, lidiando con Donald Trump en el primer debate presidencial de la temporada electoral. A partir de aquella secuencia de titubeos, miradas perdidas y frases sin terminar sus compañeros de formación se pusieron manos a la obra: había que encontrar un reemplazo.

La caída de Biden tardó varias semanas en producirse y, si de él hubiese dependido, hoy seguiría siendo el contrincante de Trump. Mentes más lúcidas prevalecieron y la rebelión interna, liderada por la todopoderosa Nancy Pelosi, consiguió que el Partido Demócrata diese la espalda al octogenario en busca de una figura que tuviese alguna posibilidad, por remota que fuese, de mantener la Casa Blanca.

Mientras tanto, Trump recibió una buena noticia y un balazo en la oreja.

La buena noticia llegó el primer día de julio, cuando la Corte Suprema dictaminó que el expresidente contaba con inmunidad a la hora de ser procesado por las acciones oficiales que llevó a cabo durante sus cuatro años en la Casa Blanca, incluyendo el discurso que pronunció el 6 de enero del 2021 y que –según muchos– fue lo que animó a los manifestantes reunidos aquel día en Washington a tomar por asalto el Capitolio.

En cuanto al balazo, tuvo lugar 13 días más tarde, en un pueblo de Pensilvania, cuando un veinteañero llamado Thomas Matthew Crooks logró encaramarse a un tejado próximo al estrado donde Trump se encontraba dando un mitin y abrir fuego contra él. El candidato salvó la vida de milagro, aunque Crooks mató a un asistente e hirió a otras seis personas antes de ser abatido por los agentes del Servicio Secreto. La foto de Trump abandonando el lugar con la cara ensangrentada, puño en alto y exclamando fight, fight. fight a sus partidarios fue de las que se incluirán en los libros de historia. Además, a raíz del atentado consiguió que el hombre más rico del mundo, Elon Musk, le declarase su apoyo (desde entonces ha donado alrededor de 120 millones de dólares a su campaña).

Donald Trump, tras el primer intento fallido de asesinato.

Donald Trump, tras el primer intento fallido de asesinato. Brendan McDermid Reuters

Fue una semana después de aquel intento de asesinato cuando Biden, superado por las circunstancias, la tendencia de las encuestas y el abandono de los suyos, declaró que se retiraba de la contienda. En su anuncio, publicado en la red social X, también dijo que le gustaría que su testigo lo recogiese su lugarteniente: Kamala Harris.

Hubo quien especuló sobre si el Partido Demócrata iba a situarse detrás de Harris –una candidata gris y con fama de antipática– tras la renuncia de Biden o si, por el contrario, iba a sumergirse en una suerte de primarias con el fin de escoger a una figura más popular. Alguien como Josh Shapiro, gobernador de Pensilvania; Gavin Newsom, gobernador de California; o Pete Buttigieg, ex alcalde de una pequeña ciudad de Indiana y actual secretario de Transporte. Se llegó a especular, incluso, con Michelle Obama.

Pero los mandamases, con Pelosi a la cabeza, decidieron que no había tiempo para andar compitiendo y el Partido Demócrata cerró filas en torno a Harris, quien aceptó el reto encantada antes de encerrarse a preparar su estrategia. Ésta ha consistido en dos frentes un tanto contradictorios. Por un lado, la defensa de la presidencia de Biden ya que, a fin de cuentas, ella ha sido su vicepresidenta y no deja de ser parte de su legado. Y, por el otro, la distancia con su todavía jefe para poder prometer un futuro no del todo continuista.

El cambio de baraja en el Partido Demócrata pilló a Trump con el pie cambiado. Consecuentemente el expresidente, que venía de darse un despreocupado baño de masas en la Convención Nacional Republicana celebrada días antes en Milwaukee, donde por cierto anunció que el jovencísimo senador ultraconservador J. D. Vance sería su segundo, volvió por unos fueros que sus asesores creían abandonados. Dicho de otro modo: cargó visceralmente contra el Partido Demócrata, al que de paso acusó de haber motivado, con sus insultos y ataques, el tiroteo de Crooks. Según dejó caer un columnista de la revista conservadora National Review, el verdadero motivo del enfado no era otro que la vuelta al trabajo. Con Biden estaba todo hecho; con Harris urgía ponerse las pilas. Y 78 años no son pocos.

Otras voces aseguraron, empero, que esos ataques formaban parte, precisamente, de la nueva estrategia requerida por el cambio de rival. Sea como fuere, la llegada de Harris propició que Trump volviese a ser Trump.

Un mes después, a mediados de agosto, las encuestas volvieron a equilibrarse y los progresistas terminaron de recuperar la fe. En plata: el entusiasmo en torno a Harris inundó la Convención Nacional Demócrata, que algunos temían conflictiva por la ofensiva de Israel en Gaza, y el sarao terminó en ovación cerrada. De allí salió nombrado segundo de a bordo el gobernador de Minnesota, Tim Walz, un tipo situado en el ala izquierda del Partido Demócrata pero, al mismo tiempo, muy de andar por casa. Su nominación causó cierta sorpresa por inesperada, pero no sentó mal.

Y así es como el ciclo electoral estadounidense aterrizó en septiembre. Con la partida en tablas, un Trump visiblemente incómodo y una Kamala Harris que empezó a cosechar sus primeras críticas en la bancada propia por la poca predisposición a la exposición pública y por negarse a explicar un programa político del que nadie sabía –ni sabe todavía– gran cosa. La estrategia era –ha sido– obvia: con la izquierda movilizada contra Trump mejor contar lo menos posible para no espantar ni a los centristas ni a los indecisos. Los serenos de la Casa Blanca.

La fecha más esperada de ese mes resultó ser el día 10 por la noche; el momento en el que Trump se enfrentó a Harris en el segundo (y último) debate presidencial. Muchos sintonizaron el canal –ABC News– para ver cómo se desenvolvía la opaca Harris frente al showman de la política por excelencia. Y la verdad es que no se le dio mal; ella tuvo sus flaquezas y sus errores, pero él no los supo aprovechar.

En cualquier caso, los sondeos consiguientes reflejaron que si bien el Partido Demócrata había evitado una segunda hecatombe, Harris tampoco había logrado poner distancia de por medio. Y en esas estaba todo el mundo, esperando una encuesta solvente que dijese lo contrario, cuando tuvo lugar el segundo intento de asesinato contra Trump.

Ocurrió en Florida, en uno de sus campos de golf, y si la cosa no pasó a mayores fue porque el Servicio Secreto detectó al tirador, un tal Ryan Wesley Routh, antes de que éste pudiese efectuar ningún disparo. Era el segundo atentado contra el mismo candidato presidencial en dos meses.

Con todo, la noticia fue recibida con bastante parsimonia por una sociedad que, según dicen algunos entendidos, no debería seguir durmiendo con la conciencia demasiado tranquila. Y no tanto por la cacareada división, dicen, pues estar dividido en materia de ideas, principios y horizontes no es malo per se sino por la visceralidad que la gobierna. Por la negación del otro y la creencia de que eres tú o la debacle. Un caldo que lleva tiempo en la marmita y del que podríamos probar un cazo, o dos, en los próximos días.