Ni Casa Blanca, ni Cámara de Representantes, ni Senado: el conformismo con Biden y Harris hunde a los demócratas
- La debacle electoral del Partido Demócrata los condena a al menos dos años alejados de las instituciones de poder central.
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Hubo un momento, no tan lejano, en el que el Partido Demócrata pensó que podía sobrevivir a la ola populista. Fue en noviembre de 2022, justo después de las midterms en las que no solo consiguieron mantener la mayoría en el Senado, sino que se quedaron a muy pocos escaños de hacer lo propio en la Cámara de Representantes, donde un Partido Republicano dividido y peleado entre sí tardó días en ponerse de acuerdo para elegir un speaker, Kevin McCarthy, que apenas duró ocho meses en el cargo.
El movimiento MAGA parecía tambalearse entre el regreso del conservadurismo tradicional en la figura de Ron DeSantis y la caricatura ultraderechista en forma de Matt Gaetz o Marjorie Taylor-Greene. Trump, que no se había presentado, fue señalado como el principal responsable de que no se consumara la anunciada “ola roja”: había apoyado a candidatos demasiado extremistas, alejados del centro donde se ganan y se pierden las elecciones. A los 76 años, tras dos apartado de la Casa Blanca, el magnate neoyorquino veía cómo su carrera política pendía de un hilo.
Visto en perspectiva, irónicamente, aquel resultado fue lo peor que le pudo pasar al Partido Demócrata. El foco se puso en las rencillas internas del GOP y se evitó cualquier autocrítica del partido que ocupaba el poder. Se apeló a la tradición por la cual las midterms siempre perjudican a los inquilinos de la Casa Blanca y se optó por un continuismo nocivo. En vez de potenciar la imagen de una Alexandra Ocasio-Cortez, un Gavin Newsom, un Josh Shapiro, una Laura Kelly o incluso un Tim Walz, los demócratas se sintieron satisfechos con lo que había y nadie discutió la decisión de Joe Biden de presentarse a la reelección.
El trauma Sanders-Hillary
Aquel fue un error imperdonable. Biden ya había dado muestras de debilidad física y mental, algo normal a los 80 años, y su administración lidiaba como podía con una alta dosis de impopularidad y una inflación galopante. Su vicepresidenta, Kamala Harris, había pasado de ser la gran esperanza en 2020 a desaparecer casi por completo de la agenda pública. Alguien debería haber cogido ahí las riendas y plantarle cara al presidente, pero nadie se atrevió. Seguía vigente el trauma de 2016.
Y es que es imposible entender lo sucedido en el Partido Demócrata en los últimos ocho años sin recordar las primarias que desgajaron al partido cuando se puso a buscar un sucesor de Barack Obama. El enfrentamiento entre Hillary Clinton y Bernie Sanders dejó heridas difíciles de sanar entre los sectores más conservadores y los más progresistas. Incluso con la amenaza de Trump ya en el horizonte, referentes de la izquierda como Susan Sarandon anunciaron que no votarían en ningún caso a Clinton. El resultado fue el que fue: Hillary ganó el voto popular, con casi 66 millones de votos (un récord, por entonces), pero perdió el colegio electoral y la Casa Blanca.
Desde aquel momento, el Partido Demócrata se ha obsesionado con contentar a todo el mundo y no tomar ningún riesgo. Nada que pueda molestar a las grandes familias y nada que pueda ser motivo de crítica por parte del ala más izquierdista. Nada. En esa inmovilidad se ha mantenido durante ocho largos años, intentando dar una imagen de cohesión que era puro equilibrismo. La posición de la administración Biden con respecto a la guerra entre Israel y Hamás ha sido un buen ejemplo: mientras Harris y otros altos cargos ponían el énfasis en la cuestión humanitaria y demandaban la dimisión de Netanyahu, nadie paraba el envío de armas ni conseguía forzar acuerdo alguno para pacificar la región.
El tiro salió por la culata: aunque es improbable que influyera decisivamente en las elecciones, lo cierto es que determinado sector proisraelí empezó a desconfiar de Biden y Harris, abriendo la puerta a Trump a la crítica destructiva e incluso desleal. A su vez, el sector propalestino acampaba en las universidades y pedía medidas que no se tomaron nunca, con lo que la desconfianza se extendió a todo el espectro político. Por agradar a todos, se terminó por no agradar a nadie.
Alejados de la innovación tecnológica
En otras palabras, no se consiguió mandar un mensaje claro. Mientras Donald Trump se permitía soltar todo tipo de barbaridades sin remordimiento alguno, en el Partido Demócrata todo parecía calculado en exceso para no salirse de la corrección política. En estos ocho años, no ha conseguido quitarse la etiqueta de partido “woke”, sea eso lo que sea, y se ha vinculado demasiado con el odiado establishment de Washington, algo que provoca el recelo del votante rural y de clase media-baja.
A su vez, tampoco se ha decidido a apostar por las nuevas tecnologías y la innovación de Silicon Valley. La irrupción de Elon Musk, Jeff Bezos o Peter Thiel en la escena política les pilló completamente por sorpresa. Los nuevos millonarios pedían riesgos y desregulación, el Partido Demócrata ofrecía más impuestos y menos incentivos para la inversión. La explosión de las criptomonedas le pilló a la administración Biden con el pie cambiado y, en general, con la excepción de Google -parte a su vez del establishment tecnológico- no ha conseguido entender nunca lo que se estaba cociendo en California y hasta qué punto ese poder se iba a trasladar a otras esferas de todo el país.
Votar al Partido Demócrata había dejado de ser algo motivante para convertirse en un mal necesario. Desconectado de la América rural desde hace años -pese a los relativamente buenos resultados de algunos de sus candidatos en elecciones locales de Kansas, Nebraska o incluso Montana-, el partido solo supo apelar al miedo. Permitió que el capricho de Biden llegara hasta agosto y ahí tuvo que inventar una nueva candidata con un nuevo enfoque. No coló. Lo que debería haber sido un proceso abierto de primarias con varios candidatos desde principios de año se convirtió en una elección a dedo de una política capaz, pero, como decíamos, muy impopular.
Dos años para recomponerse
Y así, los demócratas se han acabado cociendo en su propio miedo. Desde 2008, sus candidatos a la Casa Blanca han sido Barack Obama, la secretaria de estado de Barack Obama, el vicepresidente de Barack Obama y, en el colmo de los colmos, la vicepresidenta del vicepresidente de Barack Obama. Por supuesto, el expresidente ha protagonizado los actos centrales de campaña ante la escandalosa ausencia de Biden, convenientemente relegado a un segundísimo plano.
Cuál puede ser el futuro, ahora mismo se desconoce, pero no debería pasar por la nostalgia. Solo faltaría que en 2028 nos encontráramos con Michelle como candidata para cerrar el círculo. El Partido Demócrata tiene que buscar una cara visible y un mensaje que no suene a vacío. No necesita grandes revoluciones ni giros en un sentido político o el contrario, simplemente volver a conectar con las minorías, entender a la ciudadanía y no empeñarse en ejercer de faro moral de la vida estadounidense.
Pocas cosas molestan más al americano medio que tener que aguantar a alguien diciéndole como tiene que vivir su vida. El Partido Demócrata lleva al menos ocho años en ese papel de Pepito Grillo que no le corresponde. Le corresponde escuchar, proponer y gestionar. Alejado de los grandes centros de decisión de la política nacional, tiene al menos dos años para juntar filas y preparar las midterms de 2026 sin necesidad de obsesionarse con Trump y apelando a un discurso propio. Solo si lo consigue podrá vencer de nuevo al populismo.