La novela comenzó el pasado 1 de noviembre en forma de thriller. Aquel día, funcionarios de la Gendarmería vaticana entraron en la residencia en la que habitaba intramuros el sacerdote español Lucio Ángel Vallejo Balda, se lo llevaron arrestado y lo metieron en una celda del Estado más pequeño del mundo.
Había dos libros, a punto de ver la luz, que descubrían los sumideros presuntamente abiertos por este cura procedente de la diócesis de Astorga y ligado al Opus Dei. Pero como el guión no había sido escrito por Ray Bradbury, los ensayos no terminaron en la hoguera, sino en las estanterías de las obras más vendidas.
En toda historia criminal debe haber una mujer. Y ésta era de cuidado. La única laica del comité para la reforma de la estructura económica vaticana (Cosea). Una relaciones públicas a la que se vincula con condesas y algunos de los empresarios más poderosos de Italia. La Papisa, la 'Matahari' a orillas del Tíber.
Y para cerrar la intriga, tampoco faltaba el mayordomo, encarnado en la figura del secretario del sacerdote, Nicola Maio. Vallejo, Chaoqui y Maio fueron acusados de componer una "asociación delictiva" cuyo fin era difundir información secreta en la que se leía sin filtros los números del Vaticano. Que el resultado quedara impreso en los libros Via Crucis, de Gian Luigi Nuzzi, y Avaricia, de Emiliano Fittipaldi, sería casi el Macguffin, que diría Hitchcock.
El juicio se abrió el 24 de noviembre bajo ese gran suspense. Tanto que los acusados no tuvieron acceso a los miles de folios en los que se relataba sus presuntos delitos y que ni siquiera pudieron elegir a sus abogados, sino que tuvieron que conformarse con escoger entre el elenco de los pocos reconocidos por el Vaticano.
Los imputados se enfrentaban a penas que podían alcanzar los ocho años de cárcel. Pero pronto la intriga se fue transfigurando en una gacetilla por entregas. Primero con una carta aportada por el sacerdote y publicada por el diario La Repubblica, en la que daba cuenta de una noche tórrida en Florencia en la que perdió la virginidad con Francesca Chaouqui.
Después ella rebajó aún más el perfil de la obra literaria, a golpe de comentarios en Facebook y apariciones en televisión, donde negó los hechos y acusó al coprotagonista de haber hecho de la filtración de documentos un monólogo en el que no había más personajes que el propio Vallejo.
La trama del cura contenía sexo, extorsión, secretos de Estado y una red de espías. Porque dice que llegó a acudir a los servicios de inteligencia italianos para comprobar si Chaouqui formaba parte de ellos.
Su móvil es que ella, la única que conocía su secreto, lo extorsionaba para que pasara la información. Le presentó incluso a los periodistas como si le entregara una manzana en el jardín del edén. Ávidos de carnaza, los propios reporteros actuaban como serpientes.
Todo según el fantástico relato del cura riojano. Porque la mujer fatal contraatacó en el propio tribunal vaticano con una narración aún más sórdida de las noches de Florencia. Según Chaoqui, lo de aquella habitación fue un ménage à trois: ella, él y la madre del cura. Y con la anciana de cuerpo presente, el misterio que le revelaba el religioso era su hipotética homosexualidad.
Por si alguno ha perdido el hilo, el argumento siguió embarullado en estos asuntos. Aunque para completar el triángulo de amor bizarro, aún falta por añadir al marido de Chaouqui, un informático que no fue acusado pero que según Vallejo podía haber ayudado a la asesora a obtener información delicada.
Los autores del delito parecían acorralados. Tal era el nerviosismo del secretario Nicola Maio por verse involucrado, que durante todo el proceso se mostró nervioso e incluso interrumpió en varias ocasiones al presidente de la corte. Pero sorprendentemente, escapó sin pena.
Por la misma puerta de atrás que salieron los protagonistas. El tribunal estimó que la asociación delictiva no era tal, aunque Vallejo había violado el código penal y Chaouqui lo había ayudado de uno u otro modo. Al sacerdote le cayeron 18 meses de prisión y 10 a la relaciones públicas.
Decepcionante final, porque el único delito reconocido por la Justicia ya había sido confesado por el implicado, cuando le pillaron con las manos en la masa. Además ya ha cumplido ocho meses en prisión, por lo que el tiempo que le resta podría quedar en nada si el desenlace se enfanga en una apelación para la que los imputados tienen tres días de margen.
Ella se librará de la cárcel si en los próximos cinco años no se convierte en reincidente en el Vaticano. Mientras que con los periodistas, la Santa Sede reconoce siete meses después de la apertura del proceso que no tenía potestad para condenarlos.
La última entrega deberá determinar el final del religioso español. Se había especulado con que podría terminar en un convento o en una congregación alejada de los centros de poder. Un final feliz para lo que empezó como un escándalo mayúsculo y terminó como un sainete judicial.
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