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José Almeida subió y bajó la misma carretera “unas diez veces” el pasado domingo. Arriba, su cobertizo ardía con todos los animales dentro y, fuera, estaba el tractor que utilizaba para su huerto. Abajo estaba su casa y su coche. “Bajé para poner el coche a salvo y vi que la casa no corría peligro. Entonces volví a subir”. Cuando llegó, “el tractor ardía y se había puesto en marcha solo y el cobertizo estaba envuelto en llamas. Intenté salvar a los animales, les abrí la puerta pero no quisieron salir, los empujé, pero sólo pude salvar una cabra”.
En la mejilla y en la oreja izquierda, el fuego le ha dejado pequeñas costras marrones. “Casi me quemo en el cobertizo. Cuando bajé, el fuego estaba ya cerca de la casa y me tuve que quedar para salvarla”. Habla rápido y a trompicones, como si aún estuviera corriendo ladera arriba; las manos, negras de hollín, “porque acabo de ir allí arriba, a ver que me queda”. Y lo que le queda es “nada”. “Mi casa fue lo único que pude salvar. Todo lo demás, mi huerto, mis animales -cabras, patos, gallinas-, las patatas, el maíz… ¡Ha ardido todo, todo! No tengo nada” cuenta José, con lágrimas en los ojos.
Una semana después aún huele a quemado. De la tierra calcinada todavía sale humo. Los postes de los teléfonos, partidos por la mitad, se consumen lentamente, sin llama, porque allí ya no hay nada más que pueda arder. Los incendios que han devastado más de 50.000 hectáreas de floresta en Portugal han reducido a cenizas la carretera que lleva al municipio de Vouzela, en el interior centro del país. Hay hollín en el suelo y todo alrededor es de color negro.
“Tengo 64 años y no he visto nunca nada así. Era como un ciclón de fuego. El viento llevaba las llamas por el aire y se iban pegando a los árboles y a los tejados de las casas, saltaban de unos a otros, parecía el diablo”, cuenta José, que vive en un poblado del municipio. La voz aún le tiembla cuando lo recuerda: “No se puede contar… solamente quien lo ha visto sabe lo que ha sido esto”.
En el municipio de Vouzela murieron 8 de las 45 víctimas de los incendios. Una de ellas era un vecino de José. “Tenía poco más de 30 años y se abrasó allí, intentando salvar su casa”, dice, mientras enseña un caminito estrecho completamente quemado. “Le cogió el fuego por los dos lados y mira… Aún le llevaron al hospital pero se ve que las quemaduras eran demasiado profundas”, cuenta. “Una desgracia, una desgracia”.
El fuego cercó el pueblo en la madrugada del domingo al lunes. José estaba ya en la cama, fue su hijo, que trabaja por la noche, quien le avisó cuando se preparaba para salir. “Fue sobre las doce de la noche. No nos dio tiempo a nada. Empezó en el monte, allí arriba”, dice, señalando la montaña, “pero a los veinte minutos ya estaba cerca de las casas”.
Allí no han podido llegar los bomberos. Durante toda la madrugada fueron los vecinos quienes combatieron las llamas y defendieron sus hogares. Con cubos de agua, mangueras, lucharon con todo lo que tenían a mano para intentar librar las casas de las llamas. “¿Cómo iban a llegar los bomberos si estábamos cercados por todas partes? Si se llegan a acercar a la carretera mueren abrasados”.
Al lado, Mário Morais, de 47 años, otro de los vecinos del pueblo, resalta que pudo salvar la casa porque “el viento cambió”. “Esto no fue un fuego normal. Aquí hemos tenido otros y esto no había pasado nunca, el viento venía de todas partes, venían bolas de fuego por los aires... estuvimos peleando hasta por la mañana, fue una noche de terror, no tengo otra descripción”, añade.
“Cuando volví ya no quedaba nada”
Más al sur, en la aldea de Álvaro, “infierno” es la palabra que más se escucha. Enclavada en un valle, la aldea es ahora una amalgama de ruinas: más de 40 casas han ardido, diez de ellas de vivienda habitual.
Una era la de María Pereira, de 79 años. “Me he quedado sin nada, sólo con la ropa que llevaba puesta”, dice emocionada. “Era una casa antigua, de madera, me costó toda una vida de trabajo y ahora no tengo nada”.
A María y a su marido, encamado, los evacuaron al final de la tarde del domingo en dos vehículos del ayuntamiento. De la casa queda tan sólo la fachada. Todo el interior ha ardido, las puertas de aluminio se han derretido y dentro sólo hay despojos. “Yo no quería irme, quería quedarme con mis cosas, pero fueron mi hija y mi yerno los que me obligaron. Cuando volví ya no quedaba nada”.
A su lado, su hija recuerda el “infierno que vivimos aquí”. “Yo creía que no salíamos vivos. No sé si era un huracán, un tornado, lo que sé es que las llamas venían de todos los lados”, explica Raquel Freire. “De repente, aquí en la calle empezaron a explotar las bombonas de gas de las casas. Fueron cinco o seis… bum, bum, bum… pensé que no salíamos de aquí. Estuvimos hasta las cuatro de la mañana intentando apagarlo todo”, explica mientras enseña una hilera de casas derruidas delante.
Un poco más arriba, dentro de otra casa en ruinas, se ven decenas de botellas de cristal derretidas en un botellero. Los golletes cuelgan hacia abajo, como si hubieran sido moldeados en plastilina. La temperatura a la que se derrite el cristal –unos 1.000, 1.200 grados- ayuda a entender que la metáfora del infierno es apropiada.
Parece un milagro que no haya muerto nadie aquí. “Empezamos a ver el fuego en el valle al final de la tarde y evacuamos a la gente mayor de inmediato. Sólo nos quedamos unos pocos para defender las casas”, declara Antonio Antunes, de 72 años. “No sé por qué, pero sentía que mi casa no iba a arder. Como es relativamente nueva fui, pero para defender las de los vecinos. Mi mujer se puso en el balcón diciéndome dónde caían las centellas y yo tirando manguerazos y cubos, lo que podía”.
Los bomberos tardaron horas en llegar y, cuando lo consiguieron, el fuego se había instalado ya en la población. “Tuvimos suerte de que el depósito público de agua estuviese lleno y pudimos tirar de ahí”, dice. Pese a la tardanza de los bomberos no hay ni un solo reproche para el cuerpo. “Los pobres hicieron lo que pudieron. Si tenían siete coches para todo el municipio… algunos, heridos, fueron al hospital y volvieron al terreno… no es culpa suya”, concluye.
Pueblos fantasma
Una calle más arriba, João Freire, de 68 años y María Eugenia, de 77, recuerdan la noche del domingo. “¡Era un fuego, un fuego que nadie imagina! Venía por los aires, el viento cambiaba cada dos segundos, no había manera de hacer nada. Salvé mi casa pero nada más”.
El huerto, sus plantaciones, los animales, nada ha sobrevivido. “De 300 olivos que tenía, me quedan 4”, cuenta Freire. “No hay ni una hoja verde aquí. Álvaro, que era un jardín, se ha quedado todo en cenizas”, dice María Eugenia llorando. Apoyada en el umbral de la puerta, señala, indignada, la falta de cuidado de los propietarios como una de las causas del incendio: “Antes eran sólo huertos, olivos… ahora está todo lleno de zarzas, abandonado. La gente hereda las tierras y luego no las limpia, no quiere saber de nada y luego pasan estas cosas”.
En los dos pueblos impresiona el silencio que se escucha al pasar. Casi no hay gente por las calles y la llovizna que cae estos días da a todo un aire más triste. “Esto jamás volverá a ser lo que era, parece un pueblo fantasma”, sentencia Raquel Freire. “Si ya había poca gente aquí, ahora esto se va a transformar en un desierto”, dice José Almeida. “¿Quién va a querer quedarse aquí, si lo hemos perdido todo?"