Todo el mundo lo piensa. Pero parece que nadie quiere hablar de ello. Zemmour es judío.
Y, entre las cuestiones que plantea su candidatura, está lo que implica para el destino de lo que significa ser judío en Francia. El asunto es delicado.
Pero no quisiera que, por delicado que sea, nos zafáramos de hacernos preguntas: ni en lo tocante a lo que revela el fenómeno sobre un sistema político al límite de sus fuerzas; ni en la división, por medio de este púgil, de lo que queda, en Francia, de la derecha republicana; ni de la versión recauchutada que se vislumbra en el horizonte del famoso Llamamiento de los 43 que trasvasó, en 1974, el electorado de Chaban-Delmas y que, en 2021, puede permitir hacerse con el botín de guerra de los republicanos; ni, finalmente, sobre las ideas que blande, las infamias que salen de su boca o la penosa idea de Francia que fomenta cuando afirma que este país no tiene "nada que ver" con la suerte de las mujeres afganas, o que "nunca se sabrá" la verdad del caso Dreyfus o tampoco le corresponde a la nación condenar a los angelitos que asesinó Mohamed Merah, enterrados en Jerusalén por sus padres.
Sobre cada una de estas vilezas, me expresaré si es menester. Y, habiendo tenido la oportunidad de debatir con él cuando todavía no era más que, como el joven Mussolini, un periodista embriagado de sí mismo, conozco lo bastante sus trucos como para volverlos a poner sobre la mesa, llegado el momento, si la burbuja tarda en desinflarse.
Pero hoy me gustaría plantear otra cuestión. La de lo que está haciendo el señor Zemmour, de manera intencionada o no, al nombre judío.
Y quiero pensarlo con calma, con frialdad. Si uno es optimista, dirá que el electorado que ha empezado a dividir no es el de Pécresse, sino el de Le Pen, cosa que, cuarenta años después de la aparición del Frente Nacional, no es necesariamente una mala noticia.
Si uno está de humor para sonreír, le parecerá divertido que la vieja extrema derecha antisemita se haya dado un paladín que responde a una clase de hombre que no era precisamente su tipo.
Observo su manera de entrar en la zona pantanosa y fangosa del fascismo francés y, a veces, chapotear en ella como un pez en el agua
Tal vez incluso haya amantes de lo novelesco que se maravillen y digan que semejante fábula solo podría haber salido de un Philip Roth (en Operación Shylock) o un Romain Gary (que, en El baile de Gengis Cohn, imaginó a un antiguo nazi poseído, hecho títere del ventrílocuo y convertido en un dybbuk por un pequeño judío superviviente de la Shoah).
Por otro lado, estarán los pesimistas que, viendo a este hombre cabalgando sobre las peores obsesiones de la ultraderecha, temerán que esta identificación alimente, a modo de reacción, un antisemitismo de extrema izquierda que estaba esperando el momento de aflorar y del que él, Zemmour, será una de las víctimas.
Y sin duda algún día habrá historiadores que verán en este asunto un caso extremo de aquel mecanismo que describió Hannah Arendt: ¡vimos tantos israelitas tan locamente enamorados de su propio afrancesamiento que, como el Bloch de Proust, sentían vergüenza de sí mismos! Vimos a judíos alemanes sacar del armario sus cascos de la Primera Guerra Mundial cuando los nazis vinieron en 1933 para llevarlos al Lager.
¿Por qué no un Zemmour cuyos padres fueron, como los míos, despojados de su nacionalidad por el Gobierno de Vichy y que ahora vocifera en televisión que Pétain los protegió? Pero la cuestión más candente sigue estando en otros lares.
Observo su celo al abrazar la retórica de Barrès y de Maurras más criminal como si quisiera arrancar los ojos de la sinagoga sobre el frontal martirizado de Notre-Dame.
Observo su manera de entrar en la zona pantanosa y fangosa del fascismo francés y, a veces, chapotear en ella como un pez en el agua, a veces colear en esas aguas como un Bonaparte de feria en el puente de Arcole.
Lo veo pisoteando todo lo que tiene que ver con la moral, la responsabilidad hacia los demás o ese antiguo y hermoso gesto que antaño dibujaba en el legado judío a Francia la luminosa figura del extranjero en la tierra y que debería inspirarnos en nuestra hospitalidad hacia las personas migrantes.
Y en esa transgresión hay algo que hiela la sangre.
Se lo dije hace cinco años a los judíos estadounidenses tentados por el trumpismo: aliarse con esa gente, renunciar al propio juicio ante tanta vulgaridad, inclinarse ante un malvado pastor que solo respetaba el poder, el dinero, el estuco y el oro de sus palacios podía ser un acto casi suicida.
Pues bien, hoy se lo digo a los judíos de Francia que tienen la tentación de reconocerse en el fatal simplismo de Éric Zemmour: su arrogancia nacionalista y racista; su crueldad; su renuncia a la generosidad judía; a la fragilidad judía: a la humanidad y a la extrañeza judías; su ignorancia no tanto de las fichas de lectura de las que se ha empapado, como sí de la ciencia real inscrita con sangre en las memorias familiares y que exige una reserva ante los tornados de la Historia y los chorros ácidos de la persecución, todo ello es una ofensa al nombre judío que todo judío lleva dentro mientras no se haya liberado explícitamente de él.
No cabe duda de que el señor Zemmour no es el primero que nos hace pensar que se puede ser judío y también ultrapopulista.
Y siempre habrá, afortunadamente, judíos de afirmación que le lleven la contraria y le digan que, ante la disyuntiva de Claudel o el Talmud, Claudel no habría querido elegir.
El hecho es que la magnitud de la ola, el encaprichamiento, el oscuro júbilo por ver a este hombre no solo profanar su nombre, sino convertirse en el abanderado de lo que la esperanza judía lleva luchando desde hace milenios, es de una obscenidad insoportable.
Desastre político a la vista. Pero también peligro en la morada metafísica que alberga, desde la noche de los tiempos, un poco del sentido del ser humano y de la propia Francia.