Suntuosa y clásica, esta adaptación de las Ilusiones perdidas que firma Xavier Giannoli decide ir contra aquella antigua ley que prohíbe al cine meterles mano a las grandes novelas (por la imposibilidad de pasar de las palabras a las imágenes, la superioridad de la retórica sobre la figura, el peso del modelo que reduce a sus intérpretes al rango de copias que, a su lado, palidecen...).
Para cualquiera que haya soñado con ser un joven poeta con el valor de conquistar París y para cualquiera que ponga la literatura por encima de todo, esta película es una fiesta.
La frase de Oscar Wilde, que decía que tuvo dos penas en la vida, es de sobra conocida: la muerte de su madre y el funesto destino de Lucien de Rubempré. Pues bien, aquí, el espectador podrá pronunciar esas célebres palabras de lector angustiado.
Un joven actor, virtuoso de la palabra asesina (Vincent Lacoste). Un París de tinta y conspiraciones dirigido por un estruendoso director de escena (Gérard Depardieu, que está impecable). Una prensa enloquecida, en la que la hybris, la concupiscencia y la embriaguez convierten a los hombres en vanos sonajeros (al fin y al cabo, los buscabullas revanchistas de nuestros tiempos no son tan relevantes).
Todo ello, servido con guion de Jacques Fieschi, a la vez astuto, inspirado y preciso. Un retrato de aquella época de grandes expectativas en la que, más que la política, reinaba la literatura.
En Alexéi Navalny hay un poco de Václav Havel y su disidencia pacífica; de un Sócrates que aceptó tomarse la cicuta en las profundidades de una prisión siberiana y, también, de un Víctor Hugo que habría preferido abandonar Guernsey y meterse en la boca del lobo en solidaridad con su pueblo.
Que el Parlamento Europeo conceda su prestigioso Premio Sájarov a un hombre de su talla es un gesto político de primer orden. Es una muestra de su firmeza frente a Putin y sus insensatas provocaciones. Después del premio Nobel a Dimitri Murátov y a Novaya Gazeta, es la prueba de que se reconoce al régimen de Moscú por lo que es: un pozo negro mafioso en el que las autoridades se deshacen de los testigos incómodos; una dictadura omnipresente en la que las libertades, así como las personas que las defienden, son metódicamente asesinadas; un adversario de Occidente con el que no es posible ningún acuerdo duradero, de ninguna clase.
La muerte de Colin Powell ha pasado algo desapercibida en Europa. Y sin embargo... Este hombre llevaba, como un estigma, las mentiras de la guerra de Irak. Y fue, como el Christian de Cyrano, el ventrílocuo, contra su voluntad, de las mentiras de la administración Bush.
Pero también ha sido de lo mejor que ha tenido Estados Unidos. El primer jefe del Estado Mayor afroamericano. Un gran soldado lleno de gloria y, como Washington, general de un Ejército del pueblo y para el pueblo. Un hombre de buen corazón al que vi convencido, en Darfur, de que América tenía una deuda con las desgracias del mundo.
Un hombre de conciencia que prefirió el bien de su país al éxito de su partido y que, por eso mismo, fue capaz de elegir a Obama y rechazar a Trump. Una mezcla, en definitiva, de grandeza e infortunio, de honor y compromiso que le dieron los contornos de un protagonista de las novelas de Tom Wolfe.
En Sudán, hace años, olvidada por el mundo, tuvo lugar una Primavera de Terciopelo, una Revolución de los Claveles, un acontecimiento político, real, casi una especie de milagro. El bando democrático había expulsado al islamista Al-Bashir, carnicero de Darfur y padrino de Al Qaeda en la región.
Luego contemporizaron con los militares, que probablemente juzgaron necesarios para mantener el orden en el país. Fue una extraordinaria aventura política, un golpe de brisa fresca para África, y se gestó justo allí. Ahora se ha formado una nueva junta; a los demócratas se les ha impedido gobernar, primero con insidias y luego con violencia; todo ha sido cosa de una panda de oficiales nostálgicos del antiguo orden, y esta mañana, mientras escribo estas líneas, se anuncia un verdadero golpe de Estado. Los lobos, en otras palabras, han entrado en Jartum.
Y los amigos del Sudán libre, todos aquellos que, con el cristiano John Garang, con los insurgentes de los montes Nuba y los supervivientes del genocidio de Darfur, soñaban con un Gobierno que combatiera con igual energía a los autócratas y a los islamistas, ahora viven en un estado de desesperación. Tienen que exigir la liberación inmediata de los ministros detenidos. La vuelta a la transición pacífica y al Gobierno civil.
Y, más que nunca, llevar al exdictador ante la Corte Penal Internacional de la Haya por los crímenes cometidos en Darfur. ¡La democracia debe triunfar sobre esta atroz alianza de la espada y la sharía!
A veces siento remordimientos por no haber hablado de lecturas pasadas. Como de este C'était génial de vivre [Fue genial vivir] (editorial Les Arènes) que le confió Marceline Loridan-Ivens, unas semanas antes de morir, a Isabelle Wekstein-Steg y David Teboul.
Lo leí este verano. Me sobrecogió el relato de esta mujer que fue deportada a los campos de exterminio y que, cuando tenía quince años, tuvo claro que la muerte había entrado de lleno en su vida; que se sintió muerta, aunque estuviera viva, cuando regresó de los campos y descubrió que el sufrimiento la había destrozado casi por completo.
Me asombró, al mismo tiempo, la infatigable alegría de vivir de esta joven de noventa años, que puso en práctica hasta el final la enseñanza del rabino Najmán de Breslev: "Está prohibido ser viejo".
¿Es demasiado tarde? ¿Debo lamentar que la actualidad me haga posponer, semana tras semana, la obligación de rendir cuentas? No necesariamente. Pues al menos este revés tendrá el mérito de hacer recapacitar a los crueles, o a los olvidadizos, que convierten la profanación de los nombres de los muertos en argumentario de campaña electoral.
¿Quién detuvo en 1944, en Vaucluse, a Marceline, la jovencilla scout? ¿Quién a Simone Veil, su amiga? ¿Quién detuvo a los 1.500 inocentes, entre ellos 89 niños, que estaban recluidos con ella en el Velódromo de Invierno, la gran mayoría de los cuales nunca regresaron a su hogar? La policía y la milicia francesas. El Gobierno de Vichy, completamente sometido a la voluntad de los nazis.
La imagen de aquella Francia, dicho en pocas palabras, la salvó el general De Gaulle, pero quien realmente censuró aquella infamia, de una vez por todas, fue el presidente Chirac. Leed a Marceline. Está todo ahí.