Es muy de agradecer el arranque bernhardiano de Fernando Trueba. Aunque sólo sea porque, en estos días agitados, nos recuerda lo poco conflictivo que resulta no sentirse español en España y además proclamarlo. ¿Qué más se le puede pedir a una patria? España es poco susceptible. Sobre todo si se la compara.
Durante la recogida del Premio Nacional de Cinematografía, el director confesó una minucia: “No me siento español”. Vivimos tiempos impúdicos, en los que los sentimientos se exhiben sin rubor. El sentimiento es una mercancía sobrevalorada. Principalmente por lo volátil que es. Fíjense bien en el caso del cineasta: bastó el empeine de Iniesta para inyectar fervor patriótico en su corazón desertor.
Lo que Trueba sienta respecto a su nacionalidad es irrelevante, es suficiente con que cumpla con sus obligaciones con el Estado.
Precisamente este domingo se ha interpretado de forma magistral en el Auditorio Nacional de Madrid la segunda sinfonía de Gustav Mahler, quien acusaba el extrañamiento por triplicado: bohemio para los austríacos, austríaco para los alemanes y judío para todo el mundo, “siempre un intruso, nunca bienvenido”.
Desde que el debate político fue secuestrado por la matraca nacionalista, nueve de cada diez conversaciones de sobremesa con amigos catalanes soberanistas terminan estrellándose contra el muro de los sentimientos: “No nos sentimos queridos en España”. Es una frase incomprensible y, como tal, inatacable. ¿Cómo se mide el cariño? ¿Cómo se compensa?
A Juan Marsé, como a todos los que hemos nacido en las llamadas comunidades históricas, le ha tocado arreglárselas no con una, que ya es una pesadez, sino con dos identidades: “La patria es un peligroso artefacto sentimental que me tiene ya muy harto”, dice.
Este periódico, que sin complejos se hace llamar EL ESPAÑOL, ha descrito en un extraordinario informe lo que el periodismo, y en consecuencia la ciudadanía, ha tenido que dejarse para la construcción de una identidad nacional en Cataluña. Basta leer esta magnífica serie de artículos para concluir que ha sido un proceso desgarrador. ¿Quién querría recibir ese amor de su patria?
Cuando el Clásico, Barcelona-Real Madrid, llega al Camp Nou suelo fantasear con la aterradora idea de que en el Bernabéu se reprodujera un unánime mosaico rojigualdo, a la manera con la que es recibido, con una inmensa senyera, el equipo merengue en el estadio barcelonés. Es, claro, inimaginable. Y cuánto me alegro.
Yo en esto del amor a la patria soy como un adolescente: cuanto menos le importan mis sentimientos, más la deseo.