Mientras escribo, los Alpes asoman –contundentes, recios y aún verdes- por la habitación del hotel y unas nubes blancas amenazan tormenta en Saanen. Una joven me ha servido el desayuno hablándome -con una sonrisa- en alemán; después, en francés; cuando vio que el mío era insuficiente, se expresó en italiano. Lejos de desesperarse, al final coincidimos –menos mal-, en inglés. Sirvió el café sin perder la sonrisa ni un instante.
A pocos kilómetros de esta ciudad del cantón de Berna y, por supuesto, en el mismo país, se alza, serpenteando junto a la carretera, otro pueblecito básicamente francés, en vez de alemán. Y más al sureste, en la zona de Ticino, la influencia italiana es la que resulta predominante.
No hay vallas separando idiomas: más bien, éstos funcionan como nexo de unión; por eso, la mayoría de los suizos es bilingüe o trilingüe. Tampoco hay muros culturales: aquí la diversidad actúa de elemento integrador. Y no hay cortafuegos históricos que enfrenten a unos y a otros: en este calmado lado del mundo, las diferencias sólo enriquecen.
Si así lo desea, o si así se le ha enseñado, una sociedad que integra culturas e idiomas diferentes no tiene por qué regocijarse en el enfrentamiento ni fundamentarse en la separación. Ambas disposiciones sólo contribuyen al debilitamiento y a la pérdida.
Sin embargo, con la inteligencia suficiente, con el ánimo adecuado, se cultiva un hermoso país que aglutina a quienes tanto tienen que aportar al bienestar común desde sabidurías y experiencias heterogéneas.
Este domingo los ciudadanos de Cataluña votan en unas elecciones autonómicas que son otra cosa. Posiblemente, se trata de los comicios más trascendentales que se han vivido en nuestro país desde que se instauró la democracia. Los rupturistas disponen de una ventaja suficiente para que declarar –de forma ilícita- una alarmante independencia.
Si es el caso, independientemente de los condicionantes jurídicos que se debatirán e incluso de la inutilidad de semejante decisión, perderemos todos. Españoles y catalanes estaremos aún más lejos de construir lo que los suizos han sabido crear: una nación próspera que celebra las diferencias y que se enriquece con ellas, en vez de convertirlas en elementos de discordia imposibles de tolerar.
El progreso, y también el futuro, de un país que en su día maravilló al mundo con su audaz transición democrática se tambalea peligrosamente.