Escribir. Es-cri-brir. Escribir hasta inundar todos los folios de este mundo. Hasta empaparlos en una rabia canina, entintada, procesal, incontenible.
Escribir para manchar los rincones inmaculados de cada página. Para rociar los documentos de Word con tu odio escarlata y sublime. Provocar incendios dactilográficos con la yema de tus dedos. Pero delicadamente, como hacen los pirómanos más viejos del lugar nada más llegar al bosque.
Escribir. Escribir igual que se doma, sin látigo que valga, a la famélica manada de leones de un circo desahuciado por los concejales de cualquier ayuntamiento sin puñetera gracia.
Escribir como se mata. O como se muere. Escribir para bucear, sin botella de oxígeno, en las profundidades de uno mismo. Escribir en busca del asesino que llevas dentro. Hasta alejarte de la luz.
Escribir a martillazos. Sin perdón. A navajazos. A bocajarro. Rechazando paliativos. Mantenerte ajeno a cualquier ternura. Escribir sin lástima ni piedad. Escribir, siempre, desde el lado nocturno de la verdad. Escribir amparado por nocturnidades y alevosías. De manera enajenada y en estado permanente de locura transitoria. Ejercer el poder destructivo de la escritura. Someter a tus víctimas con total impunidad.
Escribir al dictado de una rabia incontenible. Escribir para agarrar a la realidad por el pescuezo. Por el alma. Igual que lo haría, con sus uñas pintadas de rojo sangre, una amante despiadada.
Escribir con el arma cargada de cartuchos. Apiolando ruiseñores. Disparar a dar. Siempre a dar. Entre una y otra ceja. Escribir a chorros. Entre cristales rotos. Y empaparte de sangre, mientras escribes, las manos.
Escribir a mitad de un titánico naufragio. En medio de una batalla campal. Aporrear el teclado, con fuerza inusitada, hasta que las letras salten por los aires. Provocar úlceras de párrafo. Facturar los obituarios más humillantes justo cuando los fiambres estén más vivos y coleando.
Escribir hasta que te duelan los brazos, las piernas, la médula espinal. O hasta que empiecen a metastasear, por sí solos, alentados por tu propio espíritu de supervivencia, algunos párrafos punzantes.
Aterrizo, aquí, para escribir. E intentaré mentir, cuando toque, con la mayor sinceridad posible. Evitaré caer en plúmbeas homilías. En discursos banales. Dejaré a otros, mucho más eficientes que yo, que transcriban al dictado sus miedos. O que mientan de forma indiscriminada.
Como dijo Clarice Lispector, la escritora brasileña: escribir es una maldición, pero salva. Quizá por eso aterrizo aquí. Porque, últimamente, sobre todo en esta profesión, no abundan los chalecos salvavidas. Y, mucho menos, para nosotros: los malditos.