"Y ahí fui yo por el boquete, succionado hacia aquella inmensa mandíbula de aspecto indolente. Enseguida noté que, a diferencia de lo que me ocurrió en el 89 -cuando me echaron de Diario 16- o de lo que estuvo a punto de sucederme en el 97 -cuando la banda felipista de los GAL urdió su infame montaje-, había tenido suerte en la desgracia. '¡Vaya, un misticeto!', pensé arrastrado por el río que nos lleva. Era en efecto una ballena barbada, un rorcual de aleta, el segundo animal más grande de la megafauna marina". Era el domingo 2 de marzo de 2014. Hace menos de veinte meses. Para quien había sido atacado dos veces por "un cachalote asesino, un odontoceto de la peor especie con dientes como sables, dispuesto a mutilarte, triturarte y enterrarte en cal viva en un santiamén", aquello parecía una calamidad más soportable. Acariciaba incluso la idea autocomplaciente de Orwell de que en ningún sitio se vive como en la panza "acogedora y hogareña" de una ballena. Pero el caso es que había sido fulminado por el rayo.
Rajoy había sobrevivido a la publicación de la prueba inequívoca de su complicidad con la corrupción: el SMS a Bárcenas cuando ya sabía de sobras que tenía el fortunón en Suiza. Yo no había sobrevivido en cambio a la ofensiva desatada por él cuando me acusó en sede parlamentaria de "mentir", "manipular" y "tergiversar" entre los aplausos de su grupo parlamentario. Ya no era el director del periódico que había fundado un cuarto de siglo atrás; pero estaba dispuesto a recorrer en sentido inverso el conducto por el que había sido engullido domingo tras domingo. Tocaba reinventarse.
Así nació el Arponero Ingenuo. Con esta declaración de intenciones: "Escribiré cada semana con la esperanzada resignación del náufrago. Con el aire triunfal del derrotado... A los decapitados ya nadie puede cortarnos la cabeza". Y con una bella cita del especialista en cetáceos Philip Hoare en ristre: "Un hombre debe perder la vida para salvarla".
Lo primero de todo era saber lo que tenía enfrente, mirar a la cara al Leviatan. Releí a fondo Moby Dick y aproveché mi primer viaje a Londres para pasar unas cuantas horas reflexionando en la Sala de las Ballenas del Museo de Historia Natural, contemplando extasiado la envergadura de la Balaenoptera Musculus "con sus 30 metros de eslora, su silueta abrumadora y un rictus burlón en el hocico".
Significativamente aquel día se cumplía el centenario del discurso de Ortega en el Teatro de la Comedia y me di cuenta de hasta qué punto su reivindicación de una "nueva política" y sobre todo su diatriba contra la "vieja política" seguía en vigor: "Nada puede soliviantar a un patriotismo que mira las cosas con alguna sutileza como la supervivencia de un gran partido exento de ideas políticas... El partido se compone en su inmensa mayoría de gentes que no son otra cosa que miembros del partido. El partido no vive de ellos, ellos viven del partido. He aquí lo que es el partido: un recinto donde los últimos representantes de la España vieja se hacen fuertes contra la nueva opinión pública".
"Nada puede soliviantar a un patriotismo que mira las cosas con alguna sutileza como la supervivencia de un gran partido exento de ideas políticas...", decía Ortega en su discurso en el Teatro de la Comedia
Para colmo de coincidencias aquella tarde murió Adolfo Suárez, el único dirigente político al que habíamos visto quitarle poder a la ballena del Estado para devolverlo a la sociedad civil. Hasta las Furias del Prado bajaron de sus cuadros para rendirle homenaje viendo pasar su cortejo fúnebre. Enseguida se publicó mi libro sobre el final del Trienio Liberal -La desventura de la libertad-, basado en los papeles ocultos del primer ministro Calatrava y resultó obligado reivindicar el éxito de la transición en contraste con aquella época ominosa en la que la ballena era el Rey felón. O aquella otra del Caudillo de España por la gracia de Dios. Pero, claro, la cúpula de aquella clase política que alcanzó el consenso constitucional del 78 estaba a la altura del momento histórico y luego todo fue degenerando hasta desembocar en el antiliderazgo del oscuro registrador de la propiedad de Pontevedra y su equipo de colaboradores a tono.
Las elecciones al Parlamento Europeo con la irrupción de Podemos supusieron el primer gran tantarantán a lo establecido y sin embargo quien dimitió a los pocos días como un político cualquiera no fue el presidente del Gobierno sino el Jefe del Estado. El Arponero explicó aquella mañana a quien quiso escucharle que era "un mal final para un buen reinado" y un "pésimo precedente para la institución". Recibió a Felipe VI con el "relincho del caballo del Rey Patriota", haciendo suyas las palabras de Bolingbroke: "La Majestad no es una luz propia sino reflejada... Tan sólo un Rey Patriota puede salvar a una nación que se halla tan próxima a su ruina". Pero advirtiendo que "a menos que su entronización vaya acompañada de un impulso reformista, el reinado de Felipe generará pronto la frustración que sigue fatalmente a las ilusiones mal fundadas".
Rajoy siguió, naturalmente, "estólido en su estrago" pues "ya domesticado en su cadena/ ni de su daño y su baldón se irrita/ ni a los clamores del valor despierta". La definición había surgido de los versos del Pelayo de Quintana. Y "por el camino de la Reina Gobernadora" -el abortado intento de Rajoy de cambiar la ley electoral de las municipales- , mientras la sede de la calle Génova, como las ruinas de Itálica, devenía en "de lagartos vil morada", nos topamos ya con "El Estafermo", mi artículo gozne inspirado en un relato del excéntrico Gérard de Nerval que llevaba de paseo a una langosta como si fuera a un caniche.
Enseguida me di cuenta de que Rajoy era la hechura perfecta de aquel pobre hombre que sacaba pecho en casa tras conseguir trabajo como estafermo en un remedo de las justas medievales. Lo retraté como "una veleta manejada por el viento, un diapasón que reverbera sonidos externos, un gong sobre el que golpea el mazo ajeno, un pelele en el torneo político que sirve en la misma carambola de saco de las bofetadas y títere de cachiporra". Como "el autómata sin iniciativa, el papamoscas de la catedral de Burgos, el hombre sin atributos de Musil; ahí plantado como un guardia urbano con sus guantes, su porra y su silbato que, cuando menos lo esperas, te da una leche por la espalda". Como "el brazo listo y el brazo tonto de la ley, empalmados en un mismo priapismo" que "ni a conejuelo de gazapera llega" porque no es sino "el crustáceo exánime, esa palinurus interruptus que arrastraba Nerval simulando que había tracción entre sus pinzas".
Enseguida me di cuenta de que Rajoy era la hechura perfecta de aquel pobre hombre que sacaba pecho en casa tras conseguir trabajo como estafermo en un remedo de las justas medievales
Con ser elocuente que el diario, tantas veces indomable, que yo había fundado no publicara este artículo, mucho más lo fue que, una vez colgado en medium.com, se convirtiera en el más leído de mis casi cuarenta años como escritor dominical. Era la demostración empírica de que no hace falta papel para cumplir las tareas y misiones que una sociedad democrática espera de la prensa. Siguió un desagradable mes de encadenamiento. Pero la senda hacia la fundación de EL ESPAÑOL estaba abierta, previo paso por el Ateneo donde quedó prendido el Manifiesto "Contra unos y otros", delante de muy cualificados testigos: "Hay que hablar con toda claridad. Es muy difícil, casi imposible, que la nueva política pueda brotar de las madrigueras en las que siguen atrincheradas las comadrejas de la vieja política... La nueva política precisa de nuevos políticos y si fuera necesario de nuevos partidos". Pronto las elecciones andaluzas, municipales, autonómicas y catalanas comenzarían a darme la razón.
El 1 de enero lo anuncié: "Nuestro periódico será universal pero se llamará EL ESPAÑOL" y enseguida expliqué en nuestro blog que "para poder seguir persiguiendo ballenas, el arponero ha tenido que hacerse armador" porque "los mayores barcos ponen rumbo a estribor tan pronto como surge en lontananza el menor atisbo de cachalote blanco". Pero aun quedaban por delante nueve laboriosos meses de gestación en los que me tocaba seguir ocupando como articulista la proa de una frágil chalupa.
Por el camino había perdido a mi gran cómplice creativo de un cuarto de siglo Ricardo Martínez pero había encontrado ya a Javier Muñoz, luminoso productor de atmósferas visuales. Pronto comenzamos a hacer travesuras tan literarias como plásticas, rememorando de la mano de Modesto Lafuente las "tragaderas" de los políticos que, según Fray Gerundio, engullen "ruedas de molino" y lo que sea menester para agradar al jefe; adentrándonos en el "melonar horrendo" en el que, según Anton del Olmet, el aspirante a medrar "suaviza la lengua, llega a una antesala, penetra en un despacho y limpia con prolija asiduidad las infructuosidades del ojete de un prócer"; o recorriendo con la nariz tapada la "fermentada letrina", en la que según Donoso Cortés, se anticipaban durante la era isabelina todas las corrupciones de ahora.
Por unas horas mi arpón se hizo tenedor en la Sala de las Batallas del Castillo de Versalles para tratar de averiguar "si fue primero la delicada mordida en el foie gras, la suave suspensión en la espuma de champiñón silvestre, la flexible consistencia de las mullidas gougères que sirven de percutiente nido al resto del manjar o la inesperada sorpresa, toma castaña, del fragmento de marrón glacé que endulza un inolvidable bocado, salado y alado, poco aerodinámico y nada rockanrol, pero muy color caramelo de ron". Y también la lanza se tornó caña cuando tocó honrar en su centenario al inmortal Francisco Giner de los Ríos, "tan desesperado del presente como seguro del porvenir".
Poco o mucho, algo habrán contribuido mis arponazos a pinchar el "hombre globo" que durante cuatro años lleva tomándonos a los ciudadanos por "besugos filósofos
Por lo demás volaron venablos por doquier. Hacia el revolucionario que decapitó a su compañero de viaje, hacia Maria Dolores de las Mentiras, los inolvidables Hernández y Floriández, el líder del PAIDECLA (Partido de las Ideas Claras vulgo PSOE), el Monarca Castizo necrografíado por Ana Romero o por supuesto los atrabiliarios maquinistas y fogoneros del último tren de Katanga que llevan camino de mutar en tragedia la farsa catalana. Poco o mucho, algo habrán contribuido mis arponazos a pinchar el "hombre globo" que durante cuatro años lleva tomándonos a los ciudadanos por "besugos filósofos, yacentes sobre la banasta". Esa es la misión del periodismo: asaetear al poder.
Ha querido el destino que el imberbe pavisoso que se prestó hace dos años a desencadenar todo este proceso acabe de ser devuelto al ostracismo profesional del que nunca debió salir. Ni siquiera merece que zapatee sobre su tumba. Su nombre solo salpicará una nota a pie de página cuando los manuales expliquen cómo se destrozan y crean los periódicos. En esta creación estamos hoy un centenar de periodistas, directivos, comerciales y técnicos "federados en una sola quilla", que decía Melville, dispuestos a recorrer "todas las islas del mar y todos los confines de la tierra", rompiendo aguas ya para "presentar todas las querellas del mundo ante ese tribunal" de la civilización humana que es la opinión pública. Pero no me llaméis más Ismael. El próximo domingo leeréis la primera carta del director de EL ESPAÑOL.