El ingreso en prisión del tesorero de Convergència y la detención del anterior contable y de los contratistas de cabecera de la Generalitat han sacudido los cimientos del bloque soberanista. El alcance de la operación Anticorrupción ha sido de tal magnitud, y la documentación incautada tan compremetedora, que cada vez hay menos personas en su partido que piensen que Artur Mas pueda salir indemne de la investigación de financiación ilegal. Además, las pesquisas de la Operación Petrum parecen un baldón insalvable para convencer a la CUP de que respalde la reelección de un presidente acorralado por la corrupción.
El propio Mas es consciente de que su situación personal compromete cada vez más la hegemonía de Convergència dentro del frente independentista. También el proceso de ruptura con el resto de España.
Ante esta perspectiva, y con la intención de evitar una nueva convocatoria de elecciones en la que el soberanismo comparecería dividido y Ciudadanos en ascenso, Artur Mas parece haber asumido ya lo que alguno de sus próximos define como una "óptica de derrota". Con la idea de que CDC salve los muebles, el presidente en funciones considera renunciar a su reelección para que su número dos en el Govern, Neus Munté, presente su candidatura. Munté fue la número dos de Junt pel Sí, por lo que su nombre no sería discutido por ERC y es ajena a los escándalos de su partido. Esto determninaría definitivamente el voto favorable de los diputados de la CUP.
El sacrificio de Mas, que el presidente en funciones podría anunciar en próximos días, sería presentado ante la sociedad catalana como un último servicio a la patria con el objetivo de impulsar la independencia. Precisamente este escenario de ruptura de facto con el Estado ha sido invocado por Mas, la última vez este viernes en el Parlament, para plantearse no acatar una eventual condena de inhabilitación por desobedecer la suspensión del 9-N "y someterse --por fin-- sólo a los tribunales catalanes", según ha dicho.
Esta disposición a renunciar explicaría el tono entre osado y condescediente de Artur Mas ante los portavoces de los grupos. En lugar de disimular siquiera un poco de humildad y consternación por tener a su actual tesorero en la cárcel, y por la detención e imputación del anterior, el presidente se ha limitado a defender la "sofistificación" de los controles de la Generalitat en materia de contrataciones alegando que las adjudicaciones son "impecables".
Por segunda vez, en apenas dos meses, Artur Mas ha ido al Parlament para -en teoría- resolver las dudas que apuntan al partido que preside como núcleo de una trama de captación de comisiones, a través de donaciones a la fundación CatDem, a cambio de adjudicaciones amañadas. Y por segunda vez, el presidente catalán ha pedido un acto de fe política cada día más difícil, a la luz de la evolución de las pesquisas de la Fiscalía Anticorrupción.
En una intervención insostenible, el presidente se limitó a decir que "el sistema no deja margen de maniobra al trato de favor", lo que, de ser cierto, impediría el amaño de los concursos y, por tanto, la relación causa-efecto entre las adjudicaciones aprobadas y las donaciones que los beneficiarios de los contratos públicos hacían a la fundación de CDC.
El presidente se parapetó durante cuatro horas en la hipotética solvencia de las normas de contrataciones para defender su honorabilidad y la de su partido. La defensa de Mas cae por su peso, y más aún en el caso de la Generalitat catalana, donde el control de las adjudicaciones está a cargo de funcionarios nombrados por su proximidad al poder, y donde los criterios y los baremos utilizados para calificar las ofertas dejan un margen de discrecionalidad enorme.
La teoría de Mas contrasta con la tozudez de las instrucciones judiciales y la sucesión de escándalos en torno a Convergència de los últimos años. Su posible renuncia permitiría sólo maquillar un cambio de ciclo, en el que la Presidencia de la Generalitat cambiará de manos con tal de que el statu quo definido por Convergència en Cataluña permaneciera igual.