Me vienen a la memoria los poemas de amor y la canción más desesperada de Ricardo Eliezer Neftalí Reyes Basoalto, más conocido como Pablo Neruda, que se nos lo llevaron sin pedir permiso a las 22.30 horas del 23 de septiembre de 1973. Y no puedo olvidar que todo en nosotros ha sido naufragio desde entonces, ni quiero perdonar cómo silenciaron su voz, cómo nos privaron de lo que todavía no había escrito y nos hurtaron esas palabras que se acunaban en su desbordante imaginación y que aún no habían aterrizado en poema alguno. Y sueño día tras día que vuelvo a él y a esas hipnóticas palabras a través de sus casas de Isla Negra, La Chascona y La Sebastiana.
Recién se ha sabido que un informe del Ministerio del Interior chileno remitido al juez Mario Carroza Espinosa ve "altamente probable" que el premio Nobel muriera no por el cáncer de próstata que sufría sino asesinado mediante una inyección que le fue aplicada seis horas y media antes de fallecer. Este informe, que lo publicó la pasada semana El País, es la principal revelación de la nueva biografía que llega este miércoles a las librerías españolas: Neruda. Príncipe de los poetas, de Mario Amorós, que publica Ediciones B.
Siempre supe sin saber que a Neruda lo mataron los mismos militares que acabaron con las libertades en su país. Y me da igual que lo hicieran de un pinchazo o de un golpe de Estado cruento que acabó con la democracia chilena y con miles y miles de asesinados y desaparecidos. A Pablo Neruda lo mataron de todas las formas posibles: acabar con él de un pinchazo sólo fue una de ellas y no la peor. Dejarnos sin el Lamento General que seguro hubiera nacido de su entrañas para mostrarnos los rostros del aquél 11 de septiembre golpista y exterminador fue sin duda mucho más doloroso.
En poco sitios aparece tan palpable y vívida la obra del poeta, incluso la no escrita, como en sus tres casas chilenas. Pisarlas es atravesar sus escritos, colarse en sus poemas, perderse en sus metáforas, colgarse de su imaginación y hasta soñar en libros todavía no escritos. Casas interminables y poderosas, intrínsecamente unidas a su obra y que rezuman la musicalidad que emanaban sus palabras. Son un canto a su vida y su obra. Isla Negra, de donde salió para morir y que ni es isla ni es negra, es el estandarte de su pasión por ese Pacífico vigilante de norte a sur. La Chascona, en Santiago, cerca de la plaza de Italia, lugar de encuentro de los chilenos cuando tienen algo que celebrar o algo por lo que protestar. La Sebastiana, en Valparaíso, es un homenaje del poeta al espíritu obrero de esta ciudad portuaria.
Componía casas con la misma pasión que construía poemas. Se servía de mares y vientos, de mascarones de proa y caracolas, de barcos embotellados y de máscaras de países que jamás pisó con la misma solvencia que utilizaba verbos y pleonasmos, hipérboles y adjetivos, puntos y comas. Las casas le crecían en las manos, voluptuosas, sensuales y caprichosas, las componía de abajo arriba, sueño a sueño, verso a verso; ponía en ellas, además de ladrillos, hierro y cemento, sus palabras movedizas, zalameras y engatusadoras para que convivieran con las puertas, las verandas y los ventanales. Metía el agua y el cielo en sus dormitorios para luego convertirlos en sonetos de amor, introducía en sus camarotes de tierra mesas alargadas como países y caballos de cartón piedra, vajillas de ultramar y vasos de colores explosivos donde agua y vino alcanzaban el éxtasis. Y en la puerta de al lado, bajo los volcanes y frente a los ventisqueros, junto a piratas, vírgenes y putas, los versos del capitán, el canto general, la canción desesperada o los desvaríos de un simple marinero en tierra.
Da igual cómo lo mataran, el caso es que lo mataron.