El terrorismo nace del odio, se basa en el desprecio de la vida del hombre y es un auténtico crimen contra la humanidad” (Juan Pablo II)
Escribo estas líneas con dolor y repulsión por los atentados del pasado viernes en París. Con dolor por las víctimas. Con repulsión por sus autores, vivos y muertos, directos e indirectos, materiales y por inducción, cómplices y encubridores.
Muchas veces me he preguntado por qué existe el terrorismo. Las mismas que me he quedado sin convincente respuesta. En ocasiones pienso si no será porque la terrible crueldad que encierra produce temor. En otras, se me ocurre que quizá todo fanatismo engendra impiedades y que en las entrañas de un terrorista sólo habita la pasión por la violencia. El peor drama del terrorista es su destrucción moral: "Él la llama razón; mas tan sólo la emplea para ser más bestial que cualquier bestia", nos alecciona Goethe.
Ahora bien, si hay algo de lo que siempre he estado convencido es de que el terrorismo no es un acto de guerra y que, por tanto, se equivocan quienes, como Francois Hollande ha hecho, califican de "acto de guerra" los atentados cometidos en la sala de fiestas Bataclan y en los restaurantes Le Belle Équipe y Le Carillon, cosa, por cierto, que también hizo el presidente Bush en el atentado de las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001. Puede que se trate de una cuestión terminológica pero si es cierto que las palabras las carga el diablo, de entrada me resisto a aceptar la comparación y a caer en la trampa de respaldar la tesis del llamado Estado Islámico cuando, según el comunicado emitido a raíz de los crímenes cometidos, llama a los asesinos "soldados del califato"y encima dicen que "el olor a muerte no los va a abandonar mientras lideren esa cruzada".
Si terrorismo y terrorista, del latín terror/terrere, significa miedo muy intenso, dominación por el terror o persona partidaria del terrorismo, es evidente que lo ocurrido en París es un acto de terrorismo, no de guerra. Los más de 130 crímenes perpetrados no han sido resultado de un ataque con armamento militar propio y con soldados identificados. Una acción terrorista casi siempre obedece a la lógica estricta de estremecernos. "Queremos escandalizar a la gente. Éste es nuestro único modo de comunicar con ella", se puede leer en uno de los manuales de terrorismo. Es como aquella meditación del guerrillero protagonista de la novela de Graham Green, El cónsul británico, cuando dice, sin titubear, que con tal de llamar la atención del respetable, se puede asesinar a sangre fría a un inocente.
Ojo, pues. El terrorismo es algo que frecuentemente se acicala con eufemismos para eludir la realidad. En el artículo 1º de la Convención de la Organización de la Conferencia Islámica (1998), el terrorismo se define como “cualquier acto de violencia o amenaza, prescindiendo de sus motivaciones o intenciones, perpetrado con el objetivo de llevar a cabo un plan criminal individual o colectivo con el fin de aterrorizar a la gente o amenazarla con causarle daño o poner en peligro su vida, honor, libertad, seguridad y sus derechos”.
La regla del terrorista es el terror por el terror; en los objetivos y en los métodos: su fin es provocar el mayor daño
No nos confundamos. La guerra tiene sus normas. El terrorismo, no. La regla del terrorista es el terror por el terror; en los objetivos y en los métodos. Los fines y los medios para ejecutar sus acciones, mejor dicho, sus carnicerías, son bien diferentes: provocar el mayor daño sin reparar en nada ni en nadie y hacerlo con la mayor de las crueldades. Las fronteras entre acto de terrorismo y acto de guerra son muy nítidas. El terrorismo tiene sus propias características: ataque indiscriminado, propósito de sembrar pánico, incertidumbre entre población civil.
Es más. Llamar "guerra" al terrorismo significa aceptar la dinámica sangrienta de sus responsables. Los terroristas no tienen nada de valientes combatientes. Son, simplemente, unos repugnantes criminales. ¿Alguien se imagina a un militar pegándose un tiro en el cielo de la boca después de una acción bélica? Presentar los atentados como un acto de guerra del Estado Islámico, que no es un "Estado" reconocido como tal por los países democráticos, es otorgarles la categoría de sujeto de Derecho Internacional capaz de realizar una guerra.
Sin duda que con la sangre de los muertos de París y con cada herido en situación crítica, los adjetivos se hacen más gruesos y las rituales declaraciones de condena se agotan, hasta el punto de convertirse en meras actitudes testimoniales, como lo es esa costumbre incomprensible de aplaudir no se sabe muy bien a quién, al finalizar una manifestación silenciosa celebrada a las puertas de un organismo o institución. No son las palabras, ni los lamentos, ni las lágrimas, las armas más idóneas y precisas para acabar con la fiera, sino la durísima serenidad y la firme decisión de no cejar ni un solo instante. Al terror sólo se le combate con la fría constancia en el ánimo y en el temple y el más absoluto silencio.
Ante el terrorismo, cualquier tipo de terrorismo, no es inteligente brindar la otra mejilla al lobo que nos mata. Se trata de ejercer la legítima defensa más severa sin regatear medios ni esfuerzos contra los enemigos de la libertad. Por supuesto, nada de terror para combatir a quienes con terror siembran la muerte. La batalla frente a la demencia sanguinaria del terror, lo que requiere es perseverancia contra viento y marea, pero sin salirse jamás de la raya marcada por la ley moral. Todos contra el terrorismo, sí, pero no con todo. El terrorismo practicado en París este fin de semana, como lo fue el del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York o el del 11 de marzo de 2004 en Madrid, responde a la estrategia yihadista de lograr una conmoción universal, orientada a la globalización islámica del mundo.
Todos los muertos no son iguales: no es lo mismo morir de viejo tranquilamente que morir joven violentamente
Termino estas palabras como empecé. Con sufrimiento por las víctimas y sus allegados y con asco por quienes decidieron sus muertes. Todos los muertos son iguales, se dice, pero esto no es verdad. No es lo mismo morir de viejo y tranquilamente, que morir de joven y violentamente. No es lo mismo morir sabiendo que alguien nos cerrará los ojos, que morir sin tiempo de pensarlo siquiera, como no es lo mismo morir asesinado sin más causa inmediata que la amarga siembra del terror.
A la tragedia de las familias que no podrán comprender nunca las confusas razones de los asesinos, se añade el estupor y la rabia de quienes nos preguntamos hasta cuándo. El mundo democrático quiere leer la noticia de que sus gobernantes se proponen desintegrar a los integristas antes de que nos desintegren. Me duele hacer pública esta confesión de temor, pero el desfile de cadáveres no tiene pinta de cesar. Es preciso parar en seco la aberrante locura criminal con la que se comportan los fanáticos asesinos, sin descartar una respuesta militar como la de ayer en la ciudad de Jaqqa, a condición, claro está, de que se tenga certeza de los autores, nunca de forma indiscriminada, lo que sin duda produciría la muerte de muchos inocentes y una gran mayoría de culpables se escaparía.
El mundo libre debe y tiene que vencer al terrorismo, de lo contrario el terrorismo lo derrotará. Pero tengamos cuidado de no presentar la batalla contra el mal como una guerra de civilizaciones entre Occidente y el Islam, ni de asociar Islam a terrorismo. En estos momentos los amantes de la libertad debemos mantener la serenidad y defender, con todo rigor, los principios en los que se asientan nuestras conciencias y nuestras vidas.
***Javier Gómez de Liaño es abogado y juez en excedencia