Soy muy consciente de que este artículo se va a publicar en la llamada jornada de reflexión, y aunque cada vez esté menos extendida la inclinación a reflexionar, en general, y no parezca que dedicar a ella una jornada, referida a la decisión de voto, tenga una utilidad excesiva, respeto la legalidad vigente en el país donde vivo y he elegido un tema que no puede considerarse objeto de la liza electoral. De hecho, apenas ha sido objeto de la campaña, centrada en lo que ustedes ya saben pero desde luego no en el asunto que provoca estas líneas, y que no es otro que el papel de la cultura en una sociedad presuntamente desarrollada y avanzada, como querríamos creer que es la nuestra.
Muchos hemos esperado pacientemente, en estos quince días, algún guiño en clave cultural en alguna de las grandes ocasiones en que los candidatos han confrontado sus propuestas. Su ausencia clamorosa, más allá de actos de cuarta o quinta fila, ha dejado bien patente que en la sociedad española contemporánea, tal y como la ven quienes aspiran a gobernarla (y descaminados no andarán, porque, como solía decir un amigo mío, la mayoría siempre es digna de tenerse en cuenta, pero mucho más lo es la unanimidad), la ambición y la inquietud cultural ocupan un lugar irrelevante. Por no estar, la cultura ya no está en el debate ni como socorrida muletilla del argumentario político: más allá de alguna alusión no muy bien traída a Kant, lo que llena hasta la saciedad el discurso de nuestros políticos, como referente intelectual y retórico supremo, son los símiles futbolísticos: achicar espacios, queda partido, etcétera.
Lo que podemos celebrar, aquellos para quienes la literatura, el pensamiento o el arte, en todas sus formas, siguen ocupando un espacio central en nuestras vidas, es que en esta ocasión casi nadie de la cultura ha hecho el ridículo posando en la foto con un aspirante a líder que luego, una vez conseguida la poltrona, vaya a olvidarse de lo prometido al pobre bufón (que en eso, como dice Danilo Kis, se queda todo intelectual que se deja engañar y cree que lo llaman como consejero del poder).
La década y media que llevamos de siglo, merced al deterioro casi criminal de la educación (especialmente la pública), el desprecio olímpico a la creación y sus derechos, y la apuesta sistemática, con copiosa utilización de recursos públicos, por un ocio banal, la acabaremos recordando como los años en que nos hicimos más tontos; cuando el talento cedió el paso a la zafiedad estentórea, el discurso al meme, las ideas al chascarrillo.
Quisiera creer que algo cambiará a partir del domingo. Pero visto lo visto (y oído lo oído) me cuesta mucho ser optimista.