Quizás algunos se han olvidado, pero en 2006 las universidades de Madrid estaban llenas de pegatinas que amenazaban a quien las leía con un "no vas a tener casa en tu puta vida". En 2006 todo el mundo hablaba de "mileuristas" y del fracaso que suponía la incertidumbre laboral. Al menos todo el mundo menor de 35 años. En 2006 nos íbamos todos de fiesta cuando un amigo nos enviaba un SMS con un "¡me han hecho fijo!". En 2006 los casos de corrupción ya se multiplicaban. En 2006 economistas de dentro y fuera de nuestro país avisaban de la inminente explosión de la burbuja de crédito favorecida por los bajísimos tipos de interés real de que disfrutábamos gracias al imperfecto funcionamiento de la Eurozona. En 2006 nuevos partidos emergían. En 2006 el Tribunal Constitucional tumbó catorce artículos clave de un Estatuto de Autonomía de Catalunya que contaba con el apoyo del Parlament y del Congreso. Eso era 2006. Pero quizá a algunos se les ha olvidado. Es normal: ha llovido mucho desde entonces.
Anoche llovieron escaños, repartidos como nunca a lo largo y ancho de la Península, de las islas, y de allá donde algún emigrante ha conseguido superar las trabas que le imponía el voto rogado. Ciento nueve. Ciento nueve escaños pueden atribuirse a plataformas que no tenían representación en el Congreso. Ahora muchos andan cegados por unas expectativas que, vistas con perspectiva, eran un tanto exageradas. Y sin embargo, comparándonos con nuestro pasado o con otros países de nuestro entorno, el fenómeno es extraordinario. Imposible de entender sin pensar en 2006, y en realidad en todos los años que vinieron antes de 2006. Con atención e intensidad.
Cómo llegamos hasta aquí: atando 2006, 2011 y 2015
Por aquel entonces se prendían tres mechas que explotarían en una sola bomba en mayo de 2011. La desigualdad, la corrupción y el anquilosamiento de los partidos hicieron saltar la sociedad casi al unísono. Una parte importante de la ciudadanía se daba cuenta de que los costes de la crisis estaban distribuidos de manera asimétrica, como también lo estuvieron las prebendas de la burbuja. De ésta, uno se beneficiaba cuando llegaba a cierta edad, tenía ciertos estudios y un contrato no precario. De aquélla, uno se ha librado precisamente si ha tenido cierta edad, ha dispuesto de determinados estudios y, sobre todo, si ha llegado a la misma con un buen contrato de trabajo. Pero a quien la explosión le cogió demasiado pronto. El lustro que va de 2006 a 2011 arrastra un saco de expectativas no cumplidas para toda una generación; o incluso para dos. Poco a poco, se hizo evidente para todos una desigualdad (de oportunidades primero, y de resultados después) marcada por un mercado laboral disfuncional que lleva tres décadas siendo una máquina de temporalidad sin igual en el mundo occidental.
La corrupción floreció también en la burbuja, y de qué manera. Cientos de alcaldes de España que aprovecharon la connivencia entre sus partidos, los técnicos de urbanismo que de ellos dependían, "emprendedores" con ganas de ocupar suelo y sus bolsillos, y cajas de ahorro politizadas que canalizaban el crédito barato que venía de Europa. La máquina del ladrillo en serie contaba aún en 2006 con el beneplácito de los electores, con un "qué se le va a hacer" que subrayaba un secreto a voces: todos salían ganando de una manera u otra; con empleo, con clientes, con votos. Pero el fin del grifo de los bancos se unió con el hartazgo de una ciudadanía que quizá empezaba a sentir que había permitido demasiados desmanes, que las instituciones estaban llegando a un punto de deterioro que sería difícil de recuperar.
Ni PP ni PSOE parecían demasiado sensibles a esta marea que crecía, silenciosa para ellos, y esta falta de piel se convirtió en otro problema más, tal vez el que más exasperaba a los ciudadanos: sencillamente, no se enteraban. O eso parecía desde fuera. Los partidos fuertes, jerárquicamente organizados, protegidos de la influencia externa fueron un buen invento en la Transición para consolidar una democracia entonces frágil. Pero ahora aparecían como maquinarias preocupadas por su propia supervivencia, incapaces de pensar mucho más allá de sus sedes.
Los siete meses de mayo a noviembre de 2011 fueron un curso acelerado de ciencia política para la sociedad española. Nos dimos cuenta de dos cosas: en primer lugar, España no disfruta de una sociedad civil fuerte, independiente, alejada intereses partidistas, bien organizada. Si la hubiese tenido, las demandas del 15M no se habrían diluido en un magma asambleario como lo hicieron. O eso parecía entonces, claro. Lo segundo de lo que nos dimos cuenta fue de la importancia de la oferta electoral. En cierta manera, unas elecciones son un mercado donde los ciudadanos compran con sus votos el producto (partido) que más se acerca a lo que buscan. Pero a muchos les faltaban alternativas. Así acabó 2011: con un PSOE diezmado y un PP acumulando la mayor capacidad institucional que había disfrutado en su historia.
Ni la desigualdad, ni la corrupción, ni el anquilosamiento de los partidos desaparecieron de la lista de preocupaciones de los españoles. Al contrario. Se consolidaron en contraste con una formación socialdemócrata hundido en la búsqueda de sí mismo, y de otra liberal-conservadora que parecía demasiado ocupada en administrar el enorme poder que acababa de obtener. Las demandas esperaban pacientemente su oferta y ésta llegó finalmente en 2014, en forma de dos emprendedores políticos, Iglesias y Rivera, dispuestos a diseñar un producto a medida. Al menos, la segunda lección estaba bien aprendida.
Es así como 2006, y 2011, han entrado en las urnas del 20D. Los casi siete millones de votos para Podemos y Ciudadanos provienen de un nutrido grupo de personas que comparte en cierta medida una o varias de esas preocupaciones: la frustración de no conseguir el trabajo que uno se merece, el asco que produce la corrupción, la tristeza que destila el aumento de la pobreza entre los más jóvenes, la sensación de ser ignorados sistemáticamente por el resto de partidos. Más allá del diagnóstico, llegan las diferencias, claro: por eso hay dos nuevos productos en el estante electoral, bien separados, y no sólo uno. Pero también porque las nuevas demandas no han borrado las viejas, únicamente se han entrecruzado. Por eso frente a los 109 escaños morados y naranjas se mantienen 213 rojiazules, en un complejo mosaico.
Sería un error descomunal pensar que los votantes de PP y PSOE son simplemente aquellos a quienes no preocupa ni la desigualdad para las nuevas generaciones, ni la corrupción, ni el anquilosamiento institucional. Por un lado, tanto populares como, sobre todo, socialistas se han movido para acercarse a las demandas emergentes. Por otro, hay terrenos donde los nuevos partidos no juegan, por el momento, tan bien como los clásicos. Pensiones. Igualdad de género. Luchas ideológicas de índole social como el aborto o la religión. Redistribución e impuestos. Todos ellos dominados por los experimentados. En otros, los recién llegados aún no han podido ponerse a prueba: crecimiento económico, seguridad y política internacional. Y aún queda un campo más, una cuestión perenne en la que cada formación intenta encontrar su lugar con más problemas que ayudas, a sabiendas de que las concesiones son inevitables y los dilemas entre territorios, imposibles de esquivar: el modelo de Estado.
Con todo ello, el relato que empieza en 2006 se superpone a otro que comenzó en 1982, cuando el socialismo logró la primera victoria de izquierdas de la muy joven democracia y comenzó a marcar las líneas maestras de lo que sería su confrontación de décadas con una derecha que se estaba reconfigurando. Esa estructura permanece y es fundamental para entender el debate político de hoy, tanto como el de ayer. Así pues, la división de 109-213 es solo una de las muchas que pueden extraerse del Congreso más dividido de nuestra historia reciente.
Y ahora qué: el futuro es ahora
Tras este largo viaje de una década, son muchos los escenarios que se abren para 2016, pero en un esbozo rápido cuatro destacan entre todos los demás. Empezando por el lado más sombrío, no se puede descartar una repetición de las elecciones porque este caleidoscópico parlamento no pueda llegar a un punto común en la investidura. Esperando que todo este aprendizaje no haya sido en balde, la España de hoy no es necesariamente un país ingobernable, simplemente se trata de una democracia parlamentaria con un sistema multipartidista que refleja su eminente complejidad. Bajo esta óptica, hay tres acuerdos posibles, independientemente de su configuración específica (coalición, gobierno en minoría apoyado desde fuera). PSOE, Podemos y Unidad Popular podrían cerrar un pacto de izquierdas con apoyo nacionalista. Los socialistas y los de Iglesias podrían bascular hacia el liberalismo, apostando por algún tipo de confluencia con Ciudadanos. Por último, el centro de gravedad podría acabar en la conservadora estabilidad (más aparente que real) de una unión PP-PSOE-Ciudadanos. Dónde nos encontremos en tres meses dependerá no sólo de qué gane y qué pierda cada partido en cada escenario, sino de que sea posible o no el encuentro sustancial.
La coalición de izquierdas y nacionalismo movería el foco hacia una solución negociada para Catalunya y colocaría en el debate la posibilidad de algún tipo de voto sobre su relación con el resto del Estado, pero su forma frentista haría más difícil una reforma constitucional mínimamente ambiciosa. Por descontado, traería consigo un perfil social mucho más marcado, poniendo la pobreza en el centro del escenario, pero tal vez restaría potencial al dinamismo de la economía y enrarecería un tanto una relación con Bruselas, ya tocada por los presupuestos heredados del PP. El PSOE ganaría una presidencia que le crearía más dilemas territoriales que ideológicos, pero expondría su flanco más moderado. Favorece, sin duda, la agenda social de Podemos, y dibuja un estrecho espacio para la negociación entre Barcelona y Madrid.
El bloque de centro, por su lado, ofrecería la mayoría suficiente para cambios institucionales de calado, haciendo hincapié en aspectos relacionados con el sistema electoral y la corrupción, aunque el PP mantendría veto para reformas constitucionales profundas al retener un tercio del Congreso y la mayoría absoluta del Senado. El PSOE tendría que mantener un equilibrio casi imposible entre un Podemos con todos los incentivos del mundo para estirar hacia su lado casi hasta el punto de ruptura, y un Ciudadanos que no se puede permitir el lujo de aceptar concesiones demasiado significativas con respecto a Catalunya. Iglesias, mientras tanto, debería gestionar los apoyos de todas las plataformas de tendencia nacionalista que ahora le dan 37 escaños que no son del todo suyos. Al mismo tiempo, pobreza y mercado laboral aparecerían inmediatamente en el debate, con posturas relativamente cercanas en ciertos puntos (educación, renta mínima) y diametralmente opuestas en otros (regulación de la contratación). Esta alternativa tendría la virtud de recoger casi todas las cuestiones, antiguas y nacientes, pero con la lógica dificultad para reconciliar posturas tan dispares.
Por último, la propuesta de la estabilidad es la única alternativa que tiene el PP de gobernar, ya sea con Rajoy o sin él como presidente. Pero se trataría de un espejismo de lo estable: el PSOE solo puede permitirse esta opción si las exigencias de cualquier otra opción son tan extremas que no hay alternativa y, aún así, permitir la repetición de elecciones es una tentación ineludible ante una tensión que llevaría al socialismo no ya a perder votos, sino a cuestionar su propia integridad.
Huelga decir que adivinar qué opción acabará imponiéndose es un ejercicio fútil. Lo significativo del trazado de escenarios son las coordenadas en que se enmarcan: ni las nuevas demandas conseguirán dominar la legislatura que viene, ni los viejos partidos podrán olvidarse de ellas para poder gobernar. El resultado electoral no ha despejado la incertidumbre, nos la ha traído a la misma puerta de lo que iba a ser el futuro, que hoy ya es presente.
Pero es una incertidumbre, en cierto modo, bienvenida. Al menos por el momento. Porque hay rutas para enfrentarla, unas pocas al menos, que se abren sobre el mapa que todos y cada uno de nosotros empezamos a trazar en 2006, cuando no íbamos a tener casa en nuestra puta vida. Muchos siguen sin tenerla y amanecen en este 21 de diciembre de 2015 con una idea en la cabeza: es el momento de ponerse manos a la obra de una vez. Ahora tenemos la herramienta necesaria, un nuevo Parlamento. Llegó, pues, la hora de decidir entre todos qué hacemos con aquellos consensos que comenzaron a resquebrajarse hace ya una década.
**Jorge Galindo es investigador en el departamento de Sociología de la Universidad de Ginebra y editor de Politikon