Los que esperaban encontrar en el mensaje navideño del Rey alguna señal cabalística que permitiera desencallar la endemoniada aritmética electoral actual van a tener que forzar mucho la interpretación de sus palabras para dar con un solo átomo de opinión. La prueba es que este discurso podría ser firmado en su totalidad y sin problemas por PP, PSOE y Ciudadanos, pero también, parcialmente, por Podemos (“Todos deseamos un crecimiento económico sostenido. Un crecimiento que permita seguir creando empleo —y empleo digno—, que fortaleza los servicios públicos esenciales, como la sanidad y la educación, y que permita reducir las desigualdades”) e incluso, si me apuran, por los sectores más posibilistas del nacionalismo catalán y vasco (“En la España constitucional caben todos los sentimientos y sensibilidades”). Un rey no se echa nunca al monte y menos en Navidad.
Y por eso lo verdaderamente interesante del discurso de este año era averiguar cómo iba a responder el Rey a la amenaza que suponen para la propia institución monárquica los éxitos electorales de una larga lista de partidos y agrupaciones de izquierdas a los que la Transición cae tan lejos como la batalla de Lepanto. Es decir a esa nueva (y no tan nueva) hornada de españoles firmemente convencidos de que la deuda con la monarquía, si es que la hubo en algún momento, ha sido pagada con creces a lo largo de los últimos cuarenta años. Esos españoles para los que la Reina Letizia es tan solo la expresentadora del telediario y la Princesa Leonor, una niña que muy difícilmente llegará a reinar. Una generación que ya ha empezado a tantear con la punta de los dedos del pie el borde de la piscina de la insurrección institucional (retirando el busto de Juan Carlos I del salón de plenos del Ayuntamiento de Barcelona, por ejemplo) con la evidente intención de averiguar si las aguas del republicanismo cubren o apenas dan para mojarse los tobillos.
Y a esa amenaza el Rey ha respondido con pompa y boato. Recordando, por ejemplo, que el discurso ha sido pronunciado en el Palacio Real, “donde la Corona celebra actos de Estado en los que queremos expresar, con la mayor dignidad y solemnidad, la grandeza de España”. Un Palacio Real de cuyos paredes cuelgan “cuadros y tapices que recogen siglos de historia común” pero que “está abierto a todos los ciudadanos que desean conocer y comprender mejor nuestro pasado”.
El problema del Rey y de la institución que preside es que las apelaciones a las glorias históricas de España, a la “auténtica y generosa voluntad de entendimiento de todos los españoles” y al “sincero espíritu de reconciliación y superación de nuestras diferencias históricas” suena más a defensa numantina del pasado que a propuesta ilusionante de futuro capaz de convencer a quienes están pidiendo a gritos, sin mucha puntería pero sí con toneladas de rabia difusa, que ocurra “algo”. Porque lo que las urnas gritaron el pasado domingo no fue precisamente “reconciliación y entendimiento” sino un sonoro “a liarla parda y que salga el sol por Antequera”. Y en ese “liarla parda” cabe el bipartidismo, pero también la Constitución, la unidad de España y por supuesto, la monarquía.
Se avecinan tiempos interesantes para el periodismo. No tanto para el Rey.