El mensaje de Nochebuena de Felipe VI no pasará a la Historia por su audacia. Y la situación pedía a gritos que la tuviera. Fue mucho más asertivo en su primer discurso navideño, cuando apenas llevaba seis meses en el trono y buscaba su sitio en los salones de invierno de ese Palacio regio desde el que ha hablado a los españoles. Entonces, hace un año, sí miró de frente a la corrupción, a la crisis económica y a Cataluña.
No es que Don Felipe se haya convertido en casta, pero se nos ha presentado esta vez más sofiesco (línea materna), ha templado gaitas y se ha puesto de perfil ante los asuntos incómodos. Porque la corrupción no remite, el paro se mantiene, la Generalitat ha redoblado su desafío y hemos cambiado la mayoría absoluta por un rompecabezas que ni el cubo de Rubik.
La ocasión pedía que el Rey hablara con nombres propios y adjetivos atinados, pero en su lugar ha optado por sustantivos acabados en d, tan ampulosos como huecos si no se los salpimenta bien: "tranquilidad", "estabilidad", "generosidad", "unidad", "continuidad", "solidaridad", "adversidad", "dignidad", "solemnidad"... Podría seguir: "identidad", "comunidad", "voluntad", "libertad", "responsabilidad"...
Así que Don Felipe se nos fue por las nubes y no aterrizó. Hasta sus apelaciones a la concordia, a la historia y al orgullo de ser y sentirse español quedaron distantes, estratosféricos. El concepto más subverisvo que escogió fue "empleo digno" al mentar el futuro (negro) de los jóvenes. Y otra vez que se olvidó de las víctimas del terrorismo. Y sí, es verdad que ETA ya no mata, pero a las víctimas se las sigue vejando. E incluso ignorando.
Algunos echamos en falta que el Rey se reivindicara en Nochebuena como árbitro y catalizador, que diera confianza, que mostrara siquiera el cabo de ese hilo de Ariadna que podría guiarnos a la salida. Otro año será. Éste, ni frío ni calor.