Resulta pertinente iniciar estas líneas preguntándose cuántos españoles habrán adquirido estas Navidades un iPhone, un iPad o un Mac; cuántos de quienes lean este artículo lo harán desde uno de esos dispositivos. Según algunas estimaciones, las ventas totales de la firma en nuestro país rondan 2.000 millones de euros al año. Sin embargo, los impuestos que ingresa en la hacienda pública española apenas superan los 2 millones.
Es verdaderamente llamativo que nuestras autoridades fiscales convivan tranquilamente con una realidad como la descrita, y más en un contexto en el que resulta difícil cuadrar las cuentas públicas, el déficit sigue sin reducirse y la deuda del Estado alcanza cifras de récord.
Por si eso no bastaba para hacerles quedar en evidencia, ha venido el fisco italiano a demostrarles cómo trabajan quienes de veras velan por los intereses públicos, y no se arredran ante un gigante tecnológico que, con todo su poderío, está muy interesado en llevarse bien con el gobierno de un país donde tiene decenas de millones de clientes.
En estos días hemos sabido que la compañía de Cupertino ha aceptado asumir una multa de 318 millones de euros por los impuestos dejados de ingresar en Italia, merced a un artificio contable que es el mismo que utiliza para sus ventas en España: considerarlas realizadas desde Irlanda, donde tiene un acuerdo con su gobierno que casi exime de impuestos a sus beneficios, y alegar que su filial española tan sólo hace labores de márketing. Una realidad que se da de patadas con las muchas tiendas, de la propia Apple o de otras compañías, que despachan en España cacharros de la firma de la manzana a pie de calle.
Muchos pequeños autónomos son testigos del celo, rayano a veces en el encarnizamiento, con que nuestra agencia tributaria discute ínfimas partidas de gasto, haciendo casi imposible en la práctica su deducción, por la burocracia que exige a ese modesto e inerme contribuyente para justificarlas. Habría que preguntarse por qué ese celo no se aplica en el frente de las grandes compañías tecnológicas, y la respuesta no puede ser, aunque tememos que sea, que esas compañías disponen de recursos de todo tipo para complicar la vida a los inspectores, y es más fácil apuntar toda la artillería a quien no puede defenderse.
Los italianos no se han arrugado, han hecho el trabajo que había que hacer para demostrar lo que debía demostrarse, y después le han puesto al litigio el músculo político para que el gigante se dé cuenta de que ha de pasar por el aro. Gracias a ello, tienen 318 millones de euros para financiar sus servicios públicos, y ahora anuncian que van por los siguientes de la lista: Google y Facebook. Brava Italia, y qué envidia que dan.