Viene la noche y me lleva con ella. Pero siempre encuentro un libro que me rescata. Y en él una historia que me aleja del pozo de las sombras. Una aventura que me agita los ojos y la imaginación, que me sirve de refugio y espanta mi desasosiego. Y así todas las noches. Una tras otra. Noches que como escribió José Hierro están desnudas y no tienen límites ni rejas. Noches que me zarandean, que me envuelven en su negritud, que incendian mis sueños, que me devuelven al mundo de los cuerdos o de los locos, que nunca se sabe de cuál venimos o a cuál nos dirigimos.
Viene la noche y me lleva con ella, como cantó Atahualpa Yupanqui. Una tras otra. No duermo y sólo poseo el don de la lectura para espantar a los fantasmas que me acosan; el regalo de penetrar en mil tramas, atrapar a mil asesinos, encontrar mil amores imposibles, llorar mil muertes, volar a través de mil sonetos, explorar el alma de mil personajes y recorrer mil países y mil escenarios; esa lectura que me otorga la inmerecida gracia de extraviarme en verbos y pleonasmos, hipérboles y adjetivos, comas y puntos. Leer para sobrevivir. Y con un libro en las manos no tengo miedo de que se abra la caja de Pandora y me engulla.
Cuando viene la noche canalla y de golpe me saca del duermevela me retrepo sobre la almohada, estiro el brazo mecánicamente y cojo primero las gafas y después el libro que siempre está ahí, en la mesilla, esperándome, dispuesto para salir en mi defensa contra cualquier demonio exterior. La luz que desprende mi Kindle es apenas una luciérnaga en medio de la oscuridad. No molesto a nadie y me sumerjo en la historia que me espera desde la noche anterior. Creo mi mundo y no permito que nadie se interponga entre la fábula y yo. Y sólo entonces estoy a salvo del ejército de la noche. Las palabras en ese instante se fusionan y la oscuridad estalla en colores y formas. Pienso, como Van Gogh, que a veces la noche está más viva y más rica de colores que el día, especialmente si se dibujan de palabras. No duermo pero vivo.
Noche tras noche mi libro se despereza, cobra vida, y los personajes, como por sortilegio, se escapan de sus páginas. Es el poder absoluto de la lectura que en medio de la oscuridad cobra una dimensión crepuscular. El poder del negro lo acentúa todo. Y es imposible entonces no sentir la magia que irradian las palabras: movedizas, embriagadoras, luminosas, provocadoras…
El insomnio me maltrata y me confunde pero las palabras me salvan. Los ojos me arden, la cabeza me estalla pero la lectura me vuelve a enganchar a la vida. Es mi salvavidas. Ya no doy vueltas en la cama, sólo paso las hojas del libro. Ya no veo el mundo patas arriba y la luna que no distingo pero intuyo me acoge bajo su influjo. Sobrevivo en una nube repleta de letras que se convierten en palabras que configuran frases que dibujan sentimientos que se plasman en historias que rescatan a pobres náufragos como yo.
El insomnio me confunde y me maltrata pero la imaginación de otros me salva. Les debo no perder la cabeza y escribo sus nombres en las paredes de mi memoria. Sus relatos me devuelven al río de la vida. Me gustaría dormir pero temo que si lo hago se esfumará de un sopetón todo lo que me ha regalado el lado oscuro de la noche y volarán de golpe cuantos libros leí en la más profunda oscuridad, en la más completa soledad.
Cuando llega la noche no duermo pero vivo.