Este pasado fin de semana tenía claro que hoy quería hablarles de Chimamanda Ngozi Adichie y de su libro, no reciente pero si fundamental, Todos deberíamos ser feministas. El lunes cambié de opinión y pensé en escribir del sorprendente cerrado por vacaciones de nuestras queridas señorías que hasta el momento sólo han conseguido pactar –PP, PSOE, Podemos y Ciudadanos es la primera vez que se ponen de acuerdo en algo– convertir la Semana Santa en 20 días de asueto parlamentario. El libro de Chimamanda, quería contarles después de leer y releer sus apenas 50 páginas, debería ser de obligada lectura para mujeres y especialmente para hombres. El comportamiento de nuestro parlamento, pensaba decirles también, debería ser de conocimiento público para escarnio de quienes siguen viviendo de espaldas a aquellos ciudadanos a los que dicen servir y que los han elegido… pero no para irse 20 días de vacaciones con la que está cayendo aquí.
Quería hablarles de lo uno o de lo otro pero no me queda más remedio que escribir de los salvajes. De los salvajes de Bruselas, primos hermanos de aquellos de París, Londres, Madrid o Nueva York, entre otros, y de la rabia que me provoca su facilidad para alterar nuestra vidas, cambiar nuestro comportamiento, modificar nuestra conducta; de la sensación de fracaso que me invade por su repugnante capacidad de obligarnos a mirar atrás, a vivir con miedo, a tener que salir corriendo, a sospechar de éste o aquél si estamos en un aeropuerto o viajando en el metro de cualquier ciudad del planeta. Porque los terroristas no solamente matan a los muertos sino que también aniquilan a los vivos. Los salvajes intentan castrarnos arrebatándonos nuestra libertad, algo que aborrecen y temen y que es sin duda el mayor tesoro que cualquier ser humano puede poseer, y lo que ellos ansían cercenar atentado tras atentado.
Quería hablarles, insisto, de la igualdad que irradia el imprescindible alegato de Chimamanda o de la indignación y vergüenza ajena que provoca el comportamiento de nuestros representantes populares pero los enemigos de la libertad y de la vida vuelven a ganar momentáneamente y me hacen cambiar el paso y escribir de ellos que no son nada, que únicamente parecen existir en tanto son capaces de acabar con la existencia de los demás. Ignoran los salvajes que podrán hacernos cambiar el paso por un momento pero que nunca nos van a detener. Que miraremos atrás, que desconfiaremos de nuestro compañero de viaje, que posiblemente salgamos corriendo, que el miedo instantáneo se apoderará de nosotros, que nos frenará en seco… pero ignoran que rápidamente volveremos a mirar al frente, que dejaremos de correr, que no desconfiaremos de nuestro compañero de vuelo, que desecharemos el miedo que tratan de imponernos, que les haremos frente, que les derrotaremos y que seremos nuevamente lo que siempre hemos sido: hombres y mujeres libres.
La victoria del terror siempre es efímera. Dura apenas lo que nos cuesta ponernos de pie. Volveré entonces a escribir de lo que quiero y no de lo que ellos me obliguen a escribir. Pero esto es lo de menos, lo verdaderamente importante es que estos salvajes sepan que nos podrán amedrentar, tirotear, secuestrar, hacer volar por los aires e incluso arrancarnos la vida a los que vivimos en los “países cruzados” a los que amenazan con “días sombríos”, pero lo que jamás conseguirán es ponernos definitivamente de rodillas ni lograrán que la razón se ponga de su parte ni que la libertad y la justicia claudiquen ante sus salvajadas. Ellos no son la voz del Profeta, ellos son una bomba y poco más: muerte y rencor, fanatismo y destrucción, polvo y miseria. Salvajes, sólo eso.