“Quiero saberlo porque sin la verdad somos animales”, dice un marido a su mujer, sospechosa de haber cometido una infidelidad. Ella prefiere olvidar el asunto. Él insiste. “Porque soy un lunático, un hombre prehistórico: por eso quiero saberlo”. Ella le ruega que no le obligue a hablar sobre “eso”; que, a quien quiere, es a él; que cualquier otra cosa no tiene importancia, ni la tuvo, si ocurrió.
Él le asegura que la ama, que ya la “ha perdonado” incluso en el caso de que hubiera sucedido algo. Ella sabe que él quiere saber no solo si pasó; también cómo pasó; cuántas veces, cuántos hombres; también, y especialmente, si ella disfrutó. Como en esta escena del filme Closer, al final del amor, en su vértice más despiadado, surge el hombre de la cavernas, el que no puede consentir un roce inadecuado, y mucho menos una noche –o un rato- clandestino. No, eso no. Otra cosa es que él se lo permita: eso no tiene trascendencia, porque –claro- no es lo mismo.
Así concluyen muchas relaciones, incendiadas por una noche en la que los cuerpos que se entrelazan no son los esperados: son otros. Unos que, envueltos en un deseo irresistible, se zambullen en tentaciones hasta entonces prohibidas. Siempre posibles, siempre apartadas. Hasta hoy.
Hasta ese momento. Porque hay un momento. El momento. Uno en el que uno puede impugnar el futuro que se deriva de semejante acción y eludir la partida; o puede, también, jugársela; puede frenarse y darse la vuelta por donde vino o bien puede hacer lo contrario: acelerar para ver si, con la velocidad, cuando haya concluido todo, con suerte, no queda ni rastro.
Ni rastro de aquello. Pero siempre queda, por supuesto. De lo que ya no hay pistas es de quién fue él, o ella, antes del momento. Sin embargo, de aquello que se pretende olvidar se conserva, por mucho que se ambicione lo contrario, un destello impoluto y permanente. No en la historia de esa relación; tampoco en la historia de las noches secretas; pero sí en la memoria de quienes se sumergieron –hundiéndose, sin saberlo entonces-, en esa aventura. Esa es la verdad: una verdad sin escapatoria alguna.
Un prestigioso psiquiatra afirma, al respecto, que “la verdad está sobrevalorada”. Puede ser, pero ¿no somos solo animales sin ella, como se pregunta el marido que se cree ofendido?
Si así fuera, en realidad no surgiría una enorme contrariedad. Los animales no son monógamos, ni se someten a mayores compromisos, ni aceptan más renuncias que las propias del día, si ya están satisfechos. Tampoco buscan la verdad ni luchan contra ella; ni siquiera necesitan una. Solo viven el presente en un ejercicio perfecto que revela, sin duda, la gran clave de una vida feliz.