Ahora que no media nada entre la apoteosis y la catástrofe, supongo que será impopular decir que la presidencia de Obama no ha estado mal. Al primer presidente negro de la historia de Estados Unidos se le recibió como si fuera el segundo advenimiento del Mesías y él respondió como debía: decepcionando cuanto antes.
Una de sus primeras decisiones tras la victoria, solo un mes después del éxtasis religioso en Grant Park, fue nombrar como jefe de gabinete a Rahm Emanuel, fontanero sin escrúpulos de la Administración Clinton y exponente puro del establishment de Washington. El primer consejo de Emanuel al presidente electo fue tan cínico como certero: "nunca desaproveches una buena crisis". Estábamos a finales de 2008.
Relean el discurso más publicitado del candidato Obama, aquel "Yes, we can" de las primarias de New Hampshire. En su ascenso a la cumbre sólo había hecho literatura, lo que alimentaba la sospecha de que se trataba de un hechicero de masas. Pero en el poder traicionó tanto, y tan bien, sus promesas electorales que al poco de alcanzarlo ya se podía intuir que estábamos ante un verdadero líder. Ante alguien, en fin, que concibe la política como el arte de lo posible. Al presidente Obama la prensa no tardó en describirlo como arrogante, que es el destino inevitable del que es culto y educado.
El que los estadounidenses eligieran a un negro sumió a Europa en el ridículo. El viejo continente -opinión pública y publicada, se entiende- miró hacia la otra orilla del Atlántico con su habitual condescendencia y enterneció el gesto, como si estuviera ante un delincuente arrepentido y en proceso de reinserción. Al fin, decíamos entonces, han conseguido superar su racismo. Todavía estamos esperando a que alguien que no sea blanco presida un país del viejo mundo, pero a la añeja superioridad moral europea no la amilanan los hechos. Ni siquiera el más elemental: que la historia de dominación racial europea es un millón de veces más dramática que la norteamericana.
Conviene recordar todo esto ahora que el bellísimo sueño europeo se hunde en el barrizal del campo de refugiados de Idomeni. Basta una mínima variación ambiental para comprobar lo endebles que son los principios de nuestra unión. Pudimos advertirlo cuando hace un par de años una oleada de inmigrantes puso en peligro la libre circulación de personas y nos reafirmamos hoy, mientras el populismo seduce a franceses, españoles, italianos, finlandeses o griegos.
Ocho años después de que Rahm Emanuel diera a Obama aquel consejo sobre la conveniencia de aprovechar las crisis, Europa sigue posponiendo lo importante para ocuparse de lo urgente, que es su propia supervivencia.