Ahí lo tienen, en 1994, con un cigarrillo en las manos, los brazos apoyados en las rodillas, la corbata perfectamente anudada, el traje impoluto, los ojos en penumbra y el aplomo de un rey del crimen. Ni al Kingpin de los cómics de la Marvel se le conoce una sola viñeta tan icónica como esta. El copiloto de cejas luciferinas y corbata imposible le pide un pasillo a la multitud, que para eso lleva a un VIP en el asiento trasero, y uno se pregunta qué maquiavélica venganza anda maquinando Mario Conde en ese preciso instante. En las películas de serie B de la sobremesa de los domingos, los mafiosos que entran en la cárcel con esa insultante seguridad en sí mismos no tardan muchos días en salir de ella. Como villano de postín, el Mario Conde de 1994 es, lisa y llanamente, lo mejor que ha dado la cultura pop española en su corta historia.
Veinte años después, la imagen es otra. A Mario Conde no le acompañan tres hombres trajeados sino un agente de la Guardia Civil con la chaqueta verde del cuerpo y una sencilla camisa a cuadros. El financiero gallego lleva gafas de leer, su rostro muestra más edad que prepotencia y, para colmo de males, llueve. Otra viñeta icónica. Las fotos mienten más que hablan, pero el que no vea un cierto progreso moral entre ambas imágenes es que anda ciego de prejuicios. La tensa agresividad de la primera foto es el punto álgido de la España del pelotazo. La sordidez tristona de la segunda es pura civilización. En la España de 2016, la modernidad es un tricornio y lo carpetovetónico, el banquero churrigueresco.
El Gordon Gekko español
El éxito, como bien sabe la farmacéutica alemana Bayer, consiste en lograr que el nombre comercial de tu producto (Aspirina) acabe convirtiéndose en el nombre genérico por defecto para ese tipo de producto (el ácido acetilsalicílico). El recochineo consiste en lograr que los clientes de otras marcas pidan los productos de la competencia utilizando el nombre comercial del tuyo: “Una caja de aspirinas Bioplak, por favor”.
El banquero Mario Conde consiguió a principios de la década de los noventa una gesta similar: que España fuera uno de los pocos países del mundo en el que el arquetipo del tiburón financiero no lleva el nombre de Gordon Gekko, el protagonista de la película Wall Street dirigida por Oliver Stone, sino el suyo. Decía Jorge Bustos ayer en Twitter que tras pasar en cierta ocasión dos horas con Mario Conde estuvo a punto de regalarle su cartera. Le entiendo perfectamente.
Lo extraño es que a estas alturas de la película los españoles todavía no le llamemos mariocondes a las facturas sin IVA. En realidad, resulta tan difícil en España oír la palabra “pelotazo” y que no te venga a la cabeza la cara de búho financiero de Mario Conde como escribir la palabra “marco” y no rematarla, poseído por el demonio del cliché, con un campanudo “incomparable”.
Amenaza sistémica
El tiburón gallego era en 1994 un personaje incómodo para Gobierno y oposición. Una amenaza sistémica cuyo pecado no había sido tanto el de esquilmar Banesto como el de volar demasiado cerca de ese nido de las Águilas en el que sólo pernoctaba por aquel entonces la clase política y la secta de los grandes banqueros españoles. Mario Conde sobrevaloró su poder, su influencia y, sobre todo, las ansias revolucionarias de los españoles, y lo pagó con una campaña de desprestigio probablemente tan merecida como innecesariamente vehemente.
En las fantasías románticas de algunos, Mario Conde quedó como un mártir del sistema, como un aviso para navegantes y como la gran esperanza blanca de la derecha no conservadora. Demasiado pienso para tan poco pollo. Sería interesante conocer los testimonios de los que en aquel momento le calentaron la oreja y lo convencieron de que su aventura tenía posibilidades de llegar a buen puerto. Dicen que Conde es un hombre inteligente, así que ni siquiera su colosal vanidad pudo justificar tamaño error de cálculo. Dicen también que a principios de los noventa a Mario Conde se le temía tanto como se le admiraba. Federico Jiménez Losantos llegó a hablar en un artículo publicado en 1994 en el diario ABC de persecuciones parapoliciales, espionajes y operaciones de compraventa de libros incómodos escritos por periodistas poco fascinados con la figura del gallego.
La tercera foto
Existe una tercera foto, de 10 de agosto de 1998. En ella, Mario Conde, con un abrigo tres cuartos (o una americana demasiado larga), camisa blanca, pantalones de pinzas y gomina suficiente como para obturar las toberas de un Mig-25, espera pacientemente su turno en la garita de entrada de la cárcel Alcalá Meco tras una mujer con un sencillo vestido estampado. En esa foto aún se le puede intuir a Mario Conde la energía suficiente como para conservar intactos, en un entorno hostil como pocos, la altivez y esa rancia elegancia de financiero acomodado de provincias llegado a la Gran Capital con el objetivo de ponerla patas arriba.
A la historia de España de los últimos cien años, por cierto, le arrancas de cuajo Galicia y los gallegos y te sale un país nuevo. Quizá más parecido a Dinamarca. O a Somalia, vayan ustedes a saber.
Lo del lunes por la noche, en cualquier caso, fue otra cosa muy distinta. Un sainete crepuscular con la atmósfera decadente, sonámbula y demacrada de las películas de Antonioni. Quizá ande perdido Mario Conde en sus espiritualidades de todo a 100. O agotado por la, según dicen, minuciosa y concienzuda recuperación de lo robado en Banesto hace veinte años. Si en 1994 Mario Conde era el Gordon Gekko español, en 2016 es poco más que un Dioni de clase alta. Un personaje pintoresco y caricaturizable, pura carne de meme tuitero, al que ni siquiera Podemos, los reyes del aspaviento fallero y la rasgadura de vestiduras beata, le tienen ganas.
Y cuando ya no le sirves de munición ni siquiera a la izquierda más adolescente, oportunista y demagoga de todas las que han abarrotado la democracia española, es que estás, no ya acabado, sino plenamente amortizado. Como Pujol, como Bárcenas y como Munar. Corruptos vintage a los que cada vez se les está poniendo más cuesta arriba eso de disfrutar de lo robado una vez salgan de la cárcel.