“El divorcio es, en el mejor de los casos, un fracaso e interesa mucho más curar su causa que completar sus defectos” (Gilbert Keith Chesterton. La superstición del divorcio)
Confieso que varias veces he tenido la idea de escribir sobre la postura que la Iglesia ha mantenido desde tiempos inmemoriales en relación a los divorciados de un matrimonio canónico no anulado que han vuelto a casarse y han sido la prudencia y el temor a herir sensibilidades ajenas lo que me ha ido apartando del propósito. Hoy, sin embargo, tras la última exhortación apostólica del Papa Francisco, titulada Amoris Laeticia y que en español no significa lo que, a bote pronto, puede parecer sino La alegría en el amor, creo estar en condiciones de superar las inhibiciones y opinar sobre el asunto.
“No sólo no tienen que sentirse excomulgados, sino que pueden vivir (…) como miembros (…) activos de la Iglesia (…), ni viven en pecado mortal”, ha dicho el Santo Padre a todos los católicos divorciados casados de nuevo “por lo civil”. También ha advertido a los clérigos intransigentes que “un pastor no puede sentirse satisfecho sólo aplicando leyes morales a quienes viven en situaciones irregulares, como si fueran rocas que se lanzan sobre la vida de las personas”, para, a reglón seguido, exigirles que eviten “todo lenguaje y actitud” que haga que aquellos se sientan “discriminados”.
¿Por qué tantos doctores de la Santa Iglesia han seguido aferrados a actitudes tan reaccionarias?
Después de leer estas lúcidas y juiciosas admoniciones del Sumo Pontífice, me pregunto y no sin cierta ingenuidad: ¿Por qué el Vaticano ha tardado tanto en admitir la evidencia? ¿Por qué ha tenido que llegar el Papa Bergoglio para reconocer que el amor es fuente de gozo y manantial de júbilo e independiente de creencias y sacramentos? ¿Por qué tantos doctores y no doctores de la Santa Madre Iglesia se han negado a asomar la cabeza por la ventana de la realidad y han seguido aferrados a actitudes tan reaccionarias? Tal vez el meollo de la cuestión pudiera estar en dos tipos de razones, para algunos incompatibles: las del corazón y las del fervor religioso. También en que quizá algunos, religiosos y seglares, ignoran que el amor es un mar sin orillas, olvidando que tarde o temprano llegaría el momento en el que lo que tanto ha costado entender parezca claro como el agua.
Si yo tuviera la paciencia y la capacidad de Ortega y Gasset intentaría escribir tantas páginas como él escribió a propósito del amor, aunque no lo haría para compartir su tesis de que “el enamoramiento es un estado de miseria mental, un estado inferior del espíritu, en el que la conciencia se empobrece y paraliza”, sino para todo lo contrario. O sea, sacaría la espada en defensa de las razones del corazón y rompería una lanza en vilipendio de las sinrazones de la devoción. A mi juicio el corazón tiene motivos que la Iglesia Católica hasta hoy no ha entendido y sostengo que la fe religiosa, sin amor, no siempre actúa en la mejor de las direcciones.
Frente a la doctrina orteguiana del amor como imbecilidad transitoria, Stendhal afirmaba que el amor es un destello relumbrante
Gómez de Liaño –no el que esto escribe, sino Ignacio, el filósofo–, en su espléndido libro Iluminaciones filosóficas afirma que el enamoramiento lo único que hace es intensificar el sentimiento de la realidad y nos recuerda que frente a la doctrina orteguiana de la imbecilidad transitoria está la de la cristalización de Stendhal, según la cual el amor es un destello relumbrante: “el enamorado reviste de virtudes a la persona amada, por muy insignificante que resulte para los demás”.
En línea con las exhortaciones del gran Vicario de Cristo, un buen amigo mío, cirujano especialista en planchar y almidonar arrugas y lírico en ratos libres, a menudo me dice que la felicidad no emana del conocimiento y del saber sino del sentimiento y del querer. El amor, aunque el hombre no se pare a pensarlo, es su último y más íntimo reducto y la historia podría ofrecernos bastantes ejemplos. Lo que ocurre es que desde que la vida del hombre está dirigida por las máquinas, la televisión, los ordenadores, la publicidad, la Bolsa y otros artilugios sin alma, las fuentes del sentimiento se están agotando. El corazón es un aparato que no soporta los programas informáticos, como tampoco debe tolerar las imposiciones o que le pongan bocado.
Los amores que se condicionan a un par de bendiciones terminan oxidados como los coches al aire libre.
Ahora, después de los muchos años de menosprecio que los divorciados han soportado por parte de los curas puritanos, el Papa Bergoglio ha llegado a la conclusión de que el amor, como la dignidad, son cosas que se mantienen por sí mismas y que para que sigan vivas, basta con no renunciar a amar y a ser digno. Peor que un amor excomulgado son las energías dilapidadas para obtener una bendición –o una aprobación– que conceda el certificado de que se ama. Hay amores que se malogran por la intransigencia de la gente, sean familiares directos, parientes y amigos, aunque no descarto que yo llame intransigencia o intolerancia a cosas distintas a como la mayoría piensa. Mucho me temo que un amor frustrado es igual a una de esas enfermedades que matan lentamente, incluso con tan fuertes dolores que las hacen insoportables. Los amores que se condicionan a un par de bendiciones, terminan oxidados como los coches al aire libre.
La expresión “te quiero vida mía” significa que renunciar a la vida de quien se ama es tan difícil como renunciar a la propia
Si un amor es de verdad, a la persona amada se la desea igual que la tierra seca desea la lluvia o la Iglesia anhela a sus feligreses. En La Divina comedia de Dante Alighieri se puede leer que el amor mueve el sol y las demás estrellas. Quizá aquí, en estas palabras, radique el quid de la exhortación papal. Gómez de Liaño –no yo, sino mi pariente– afirma que el amor, además de vida, también es muerte, pues al amar muere el yo que somos para renacer en el ser amado, aunque el análisis de esta clave es tarea muy compleja que necesita páginas y tiempo y, por tanto, queda lejos de mi atención de hoy. Lo que sí creo es que la expresión “te quiero vida mía” significa que renunciar a la vida de quien se ama es tan difícil como a la propia.
A mí el caso de los católicos divorciados que no se han prestado al juego de la nulidad porque, para empezar no practican la ruleta de la hipocresía, me parece uno de esos supuestos en que alguien es capaz de jugársela por amor, ponerse a la Iglesia por montera y saltarse las barreras colocadas para impedir amar a quien nos apetezca. Para el Papa Francisco, lo mismo que para Novalis, amar es el eje y centro del paraíso y es muy probable que con su exhortación haya querido dar una lección a muchos de sus colegas. Antes, cuando se podía quemar vivos a los impuros y a los adúlteros, era otra cosa, pero ahora, con la democracia, el progreso y la globalización, lo que se impone en la Iglesia es la tolerancia.
El ser humano es un animal tan frágil que a cierta edad es muy recomendable sentar la cabeza y casarse
Llegado a este punto, o sea, al final de las presentes elucubraciones, debo reconocer que nunca supe muy bien qué es el matrimonio. Ni siquiera cuando me aplicaba al Derecho de familia o prefería los amores sin sacramentos a los legítimos y convencionales. ¿Es un contrato, un cuasicontrato, un negocio mediante el cual dos personas se obligan a quererse, a más de protegerse y prometerse fidelidad? Desde luego, lo que sí pienso es que el matrimonio depende mucho de la suerte y estoy de acuerdo con quienes sostienen que el ser humano es un animal tan frágil que a cierta edad es muy recomendable que siente la cabeza y se deje llevar por esa costumbre de casarse que suele aportar paz y tranquilidad. Aun así, puesto a patrocinar, sugiero la fórmula de Leopoldo Alas Clarín, o sea, dejar la ceremonia para el último día de la unión a la persona amada; a punto de morir, llamaríamos al párroco del domicilio, nos tomaría declaración y con conocimiento de causa le diríamos: “ahí lo tiene usted, este fue mi matrimonio”.
—¿Pero no cree, Su Eminencia Reverendísima, que enamorarse de una persona divorciada demuestra una falta de principios?
—Pues no, hermano, no; sepa usted que el amor es como una mariposa, que nunca sabemos dónde va a posarse. Un amor auténtico es una verdadera bienaventuranza.
***Javier Gómez de Liaño es abogado y juez en excedencia