Viajó Obama a la isla, entre la alucinación general, para presenciar un juego de pelota en la misma Habana. Cruzaron ese charco de 90 millas náuticas también los Stones, con todo su circo, para hacer un poquito de Historia y, de paso, asombrar a los cubanos. Sólo un pueblo como el suyo, tan divertido y sabrosón, podía sobrevivir tantos años a una existencia sin rocanrol. Aquella alegría tan sobresaliente, tan aguda, se asfixia menos de un mes después en el VII Congreso del Partido Comunista, que termina hoy, y se confirma que todo va a seguir igual, o peor.
Fiel reflejo de la tomadura de pelo institucional de los regímenes comunistas, Raúl Castro apenas ha esbozado concesiones delante de los 995 delegados del PCC; pero hace unas semanas estrechó con fuerza la mano negra del presidente del imperio que tienen justo encima.
Entonces habló de libertades y se preguntó en voz alta y guasona –hay que tener estómago para ello- si de verdad había presos políticos en Cuba. Ese día los cubanos perdieron el partido contra los Tampa Bay Rays, pero creyeron haber ganado una nueva forma de vida. Una mucha más libre e interesante; una que habría de calmar las ansiedades de un pueblo ahogado por la dictadura. En las fechas próximas habría de llegar, supusieron, algunas soluciones trascendentes a su vida letárgica bajo el reglamento sostenido demasiado tiempo por el sistema cubano.
No se equivocaron inicialmente, ya que la euforia embriagó a todos, incluso a Mick Jagger, quien les interpeló, desde el escenario, con aquella frase hermosa de Dylan: “Las cosas están cambiando, ¿no?” La leyenda de Minnesota escribió en aquel caótico 1963 estadounidense en el que se batallaba por los derechos civiles “tiempos” y no “cosas”, pero es lo mismo.
Lo malo es que no; no están cambiando. Los Castro continúan con su secuestro, que empezó en 1959, de todo un país; sólo que ahora lo han blanqueado con la visita del presidente norteamericano, ávido de gloria urgente al final de su mandato, y de sus satánicas majestades.
Nada cambia en Cuba: seguirá habiendo un solo partido; una sola ideología; una única idea revolucionaria, envilecida y manoseada. No se privatizará -¿quién soñó con lo contrario?- propiedad estatal alguna, y aún no está claro cómo se eliminará la siniestra dualidad monetaria, ese sistema insostenible que paga a los cubanos en una deterioradísima moneda local –el peso- que apenas sirve para comprar los artículos que más necesitan, que se venden en dólares.
La Revolución cubana, camino de su sexta década, muestra sólo unos escasos rayos de luz en medio de la tremenda oscuridad instaurada, un lejano enero, por unos barbudos soñadores que traicionaron a sus devotos, aunque algunos de éstos prefieran no reconocerlo. Hará falta mucho más que un partido de béisbol, o un concierto de rock celestial, para que aparezcan nuevos y mejores tiempos, como los que cantó Dylan, en la isla hermosa.