El nacionalismo ante el espejo
El autor desmonta las manipulaciones sobre la relación entre castellano y catalán en Cataluña, único lugar de Occidente en el que la mayoría no puede escolarizar a sus hijos en su lengua materna.
El manifiesto del llamado Grupo Koiné Por un verdadero proceso de normalización lingüística en la Cataluña independiente ha reavivado el debate sobre el régimen lingüístico que debe prevalecer en Cataluña. El escrito es de hace algunos días, pero, a juzgar por su lenguaje y premisas, cualquiera diría que es de hace cuarenta años o que Franco sigue vivo en Cataluña. Los firmantes, de hecho, dicen que constatan que “el régimen constitucional de 1978 ha reafirmado la continuidad de la imposición político-jurídica del castellano en Cataluña”.
Dicen constatar otras muchas cosas, pero lo único que de verdad acreditan es que su visión sobre la lengua catalana se parece mucho a la de Franco sobre la castellana. Es la visión esencialista y excluyente de todo nacionalismo lingüístico, que presenta el bilingüismo como una aberración que debe ser corregida, pues una nación, ya sea la catalana, la española o la alemana, solo puede tener una lengua.
Hablan del castellano como una lengua de dominación colonial en Cataluña y en el resto de lo que llaman los Países Catalanes, una lengua exógena, impropia de Cataluña. Y, a pesar de ser académicos, lingüistas, juristas y no sé cuántas cosas más, los firmantes sugieren que la presencia del castellano en Cataluña se inaugura con la derrota austracista en la Guerra de Sucesión. La secuencia es de sobra conocida: Felipe V emprende la tarea y Franco la remata. Y así, como ya se sabe que en Cataluña nunca hubo partidarios ni del uno ni del otro, se conforma la realidad para hacérsela más digestiva al delicado estómago nacionalista, ávido de pureza etnocultural y lingüística.
Para excluir el castellano se inventan que su presencia en Cataluña se impuso a sangre y fuego
El objetivo es excluir el castellano de la catalanidad, y qué mejor manera de hacerlo que inventarse que la presencia de la lengua cervantina en Cataluña nunca ha sido promovida ni deseada por los propios catalanes, sino impuesta a sangre y fuego por los españoles.
Al fin y al cabo, lo que pretende el manifiesto es un “verdadero proceso de normalización”, y para ello es necesario determinar con precisión cuándo y cómo empieza la supuesta anormalidad en la que los catalanes de hoy vivimos sumidos. A tal efecto resulta imprescindible suprimir de la historia episodios incómodos como el Compromiso de Caspe (1412), que supuso la introducción del castellano en la Corona de Aragón mediante la elección por los representantes de los diferentes reinos y condados de la Corona -sin la imposición, por cierto, de ningún poder forastero- del infante castellano Fernando de Antequera como sucesor de Martín I el Humano.
En el siglo XVI, el 55% de los libros que se imprimían en Cataluña eran en castellano y el 18% en catalán
También es preciso arrumbar hechos como que ya en la segunda mitad del siglo XVI el 55% de los libros que se imprimían en Cataluña eran en castellano, el 18% en catalán y el 27% restante en latín. O que en 1709, siete años antes de la promulgación del Decreto de Nueva Planta de Cataluña, Narcís Feliu de la Penya, adalid del austracismo catalán, escribió en castellano sus impresionantes Anales de Cataluña. Decisiones, todas ellas, libérrimamente adoptadas por catalanes de antaño. Ante la previsible impugnación populista de esas decisiones porque no fueron tomadas por el pueblo sino por las élites, solo cabe contestar que es cierto, que esas decisiones que jalonan la secular presencia del castellano en Cataluña las tomaron las élites políticas, económicas y culturales del Principado. Pero es que en aquellas épocas el pueblo llano no pintaba nada, ni en Cataluña ni en ningún sitio.
Tampoco tuvo el pueblo nada que ver con la decisión de las autoridades barcelonesas de apoyar al archiduque Carlos de Austria en la Guerra de Sucesión y, sin embargo, los nacionalistas la presentan como la última decisión realmente libre del pueblo de Cataluña. Por lo demás, no tiene demasiado sentido aplicar también al pasado el criterio populista de excluir de la catalanidad a las élites, como se hace ahora cada vez que un empresario o banquero catalán se muestra preocupado por la deriva secesionista.
La visión excluyente del manifiesto del Grupo Koiné ha sido predominante en Cataluña desde 1980
Lo preocupante es que, por mucho que ahora algunos políticos nacionalistas se rasguen en público las vestiduras para arañar votos de castellanohablantes como el diputado Rufián, la visión excluyente que preside el manifiesto ha sido predominante en la Cataluña oficial desde 1980 y ha alcanzado el paroxismo con la ominosa normalización desde las instituciones del relato basado en la supuesta opresión de los catalanes por los españoles desde 1714 hasta nuestros días.
Sin embargo, ahora saltan políticos de ERC y de CDC a tranquilizar a sus posibles votantes castellanohablantes diciéndoles que no teman, que en su Cataluña independiente se respetará el castellano, que la visión del manifiesto no es la suya. Son los mismos partidos que se niegan sistemáticamente a introducir el castellano como lengua docente de la escolaridad pública junto con el catalán; los mismos que consideran un ataque a Cataluña el hecho de tener que impartir el 25% de las horas lectivas en castellano; los mismos que promueven escraches a las familias que se atreven a pedir que el castellano sea también lengua vehicular en la educación de sus hijos. Son los mismos, en definitiva, que siempre han considerado el castellano como una lengua extranjera en Cataluña, una lengua impropia de los catalanes, exactamente igual que los firmantes de ese deletéreo manifiesto que considera colonos a los españoles no catalanes que vinieron a trabajar a Cataluña durante la dictadura franquista.
Así, no es de extrañar que la anterior consejera de Educación, Irene Rigau, haya firmado el manifiesto. Al menos su posición ante el manifiesto es consecuente con su militancia en CDC y su actuación como consejera.
La mayoría de la población no tiene la opción de escolarizar a sus hijos en su lengua materna
Todavía recuerdo cuando en el 2006 Artur Mas, a la sazón jefe de la oposición, respondía así a los padres catalanes que exigían para sus hijos la enseñanza también en castellano: “Que monten un colegio privado en castellano para el que lo quiera pagar, igual que se montó uno en japonés en su momento” (sic). Supongo que a eso le llaman respetar el castellano. Por lo menos podrían tener, como Rigau, la decencia de no renegar de un manifiesto que se limita a condensar su propia doctrina. Sorprende que otros reaccionen indignados cuando se ven en el espejo. El estridente manifiesto del Grupo Koiné es solo un epifenómeno menor del problema de libertad que los nacionalistas han creado en Cataluña con su fijación homogeneizadora.
Aparece el manifiesto la misma semana que formalizo la preinscripción de mi hijo mayor en el primer curso del segundo ciclo de educación infantil (P3). El proceso me permite verificar en persona la imposibilidad de escolarizar a mi hijo de tres años en su lengua materna, que por otra parte no es el suajili sino el castellano, oficial en toda España y una de las dos lenguas propias de los catalanes, concretamente la lengua materna del 55% de nosotros según datos de la propia Generalitat. Entiendo que a eso también le llaman respetar el castellano.
Constato, yo sí que constato, que Cataluña es el único territorio del mundo occidental en que la mayoría de la población no tiene ni siquiera la opción de escolarizar a sus hijos en su lengua materna, y no puedo evitar contraponer ese hecho contrastado con el contenido del manifiesto que dice constatar la perpetuación de la imposición franquista del castellano en Cataluña, que ya es constatar. Lo que hay que aguantar.
*** Nacho Martín Blanco es periodista.