Seamos sinceros: llevamos 400 años –ni uno más, ni uno menos– soportando con estoicismo fetal cada adaptación, experimento delirante , tedioso plagio, mofa, chocarrería fílmica, estúpida apreciación, crítica, estudio, glosa, insufrible parodia y grotesco cómic basado en sus grandes textos originales. Es decir, obras inmortales de la literatura universal a las que ha tocado sobrellevar, impertérritamente, todo tipo de adulteraciones y remiendos añadidos por mediocres artistas venidos a más en circunstancias desconocidas. No lo podéis negar: muchos de vosotros estabais allí, a la cola, el día del estreno de El Hombre de la Mancha–El Musical.
Mario Moreno Cantinflas’ Kenneth Branagh, Andrés Trapiello, Baz Luhrmann, Manuel Gutiérrez Aragón, John Lithgow, Bob Hoskins, José Sacristán, Mel Gibson, Ethan Hawke, Antonio Ferrandis, Alfredo Landa, Juan Luis Galiardo, Carlos Iglesias, Sancho Gracia, Andreu Buenafuente (voz de Sancho en Donkey Xote), Leonardo DiCaprio… La lista de avispados Avellanedas y aspirantes a Macbeth o Quijote del mes es larga. Y tan peliaguda como la receta de las migas manchegas en la Thermomix . ¿Cuántas versiones cinematográficas de Hamlet puede tolerar, a lo largo de su existencia, el ser humano? ¿Qué necesidad había, más allá del narcisismo caligráfico, de endiñarnos terceras entregas o burdas traducciones del Quijote? ¿Nadie puede frenar el síndrome obsesivoquijotescompulsivo que padece Terry Gilliam?
Volvamos a sincerarnos: nadie los ha leído, en realidad (aparte de los dos o tres eruditos troners de siempre). Ni Mario Moreno Cantinflas ni Bob Hoskins lo hicieron, en su día. Como estoy seguro de que Harold Blomm cuenta las horas que le quedan para jubilarse y, entonces, ya sin presiones externas, deletrear de una maldita vez y de corrido, tanto El Quijote como Otelo o El sueño de una noche de verano.
En realidad, ¿qué sabemos de ellos? ¿Quiénes fueron William Shakespeare y Miguel de Cervantes? De la biografía del primero, todo, o casi todo, son especulaciones ociosas. Dicen que era un actor y empresario teatral que ponía su firma a textos teatrales escritos por Francis Bacon, William Stanley o Christopher Marlowe, entre otros. Por parte del segundo, otro tanto: erramos hasta en el modo de escribir su primer apellido, puesto que él mismo lo hacía con b, con b de Cerbantes. Y no era tan manco como dicen. Ni falleció el mismo día que su colega inglés.
Visto y comprobado está que, ni los hemos leído ni queremos conocer sus verdaderas vidas.
A muchos les basta con seguir expoliándolos a demanda de toda insensatez.
Y en eso reside su grandeza: en aguantar, imperturbables, tantas embestidas.
Vale.