Hace ahora un año pasé unos días en El Cairo para dar una conferencia. Guardo hermosos recuerdos de la ciudad, que es caótica y bella a su manera, y se parece más de lo que esperaba a las novelas de Nahguib Mahfouz que leía en mi juventud, cuando tenía que contentarme con imaginar el mundo. Alguien, no recuerdo quién, me habló del Instituto Arqueológico Español que se había inaugurado en El Cairo en 1993. Su sede era un coqueto chalet de la elegante zona de Dokki, y se había acondicionado con esmero y amueblado con gusto. Se abrió, oficialmente, para alojar a las misiones arqueológicas españolas y servir de centro de estudio para egiptólogos, pero, por razones que nadie supo explicarme, nunca funcionó como tal. Para resumir, un edificio que costó más de trescientos mil euros y en cuya habilitación se gastaron sumas apreciables ha pasado más de veinte años en el limbo.
Hablo de esta historia con mi colaborador y amigo Javier Gamez, experto en Patrimonio, que cuestiona la oportunidad de contar con una sede para egiptólogos en El Cairo: “sólo se excava en verano, se recogen los datos in situ y se investiga en España. ¿Qué sentido tiene un edificio como el Instituto para ser usado sólo dos meses al año? Mientras, las subvenciones para las acciones arqueológicas son tan ridículas que a veces no cubren ni los billetes de avión”.
Me doy cuenta de que este caso es la perfecta metáfora de parte de la política cultural española, tan bienintencionada como errática, tan quijotesca como, muchas veces, manifiestamente irresponsable. Nos encanta empezar la casa por el tejado, y sufrimos brotes de megalomanía que nos llevan a construir auditorios de ochocientas butacas en pueblos de mil habitantes o bibliotecas con sofisticados sistemas informáticos que luego no tienen presupuesto para libros. Disfrazamos de ambición lo que no es más que despilfarro y nos lanzamos a la piscina como el nuevo rico que se compró el deportivo de lujo antes siquiera de sacarse el carnet de conducir.
El otro día supe que el Instituto Arqueológico de El Cairo está siendo desmantelado casi en secreto tras muchos años de abandono como evidencia de un fracaso. Nadie responderá nunca del dineral gastado en su puesta en marcha, igual que cuando se habló de levantarlo nadie preguntó por la oportunidad del proyecto. Como dijo una vez la ministra Carmen Calvo, el dinero público no tiene dueño. Y ahí está, supongo, la raíz de muchos de nuestros males.