Habría que poner una placa en el Congreso de los Diputados que diga: “Hasta aquí llegó la crecida”. Una advertencia para las próximas generaciones. Yo pertenezco a una raza maldita, la de los optimistas, que vio imposible que Trump compitiera por la presidencia de Estados Unidos, que jamás creyó que ganaría el brexit y que nunca imaginó que una fuerza como Podemos podría superar los 20 escaños en el Congreso de la cuarta potencia europea. Somos aquellos que chasqueamos la lengua y entornamos los ojos cuando algún profeta del Apocalipsis viene a advertirnos de lo frágil que es nuestra convivencia. Y de lo frívola que puede llegar a ser la prosperidad.
Es posible que hoy PP y PSOE canten victoria, aliviados por el escuálido resultado. Pero hasta aquí llegó la riada. Es una advertencia para una derecha mediocre que despreció la política, que devaluó todas las liturgias de la democracia, del Parlamento a la prensa, y que permitió que la gangrena de la corrupción fuera necrosando cada una de las plantas de la sede de su partido. Que utilizó la maquinaria del Estado para amedrentar a sus enemigos políticos y que jugó a Mitterrand, o sea al doctor Frankenstein del monstruo del extremismo que debilitaría a su moderado adversario.
Un aviso, más contundente si cabe, para una socialdemocracia que consideró discutible la nación que pretendía gobernar. Que quiso ser confederal en el País Vasco, nacionalista en Cataluña, jacobina en Andalucía y acomplejada en todas partes. Que reaccionó tarde y que permitió con su ambigüedad que muchos creyeran que lo que se libraba estas elecciones era la tradicional contienda izquierda/derecha en lugar de una lucha por la supervivencia de ideas tan nobles como el europeísmo, la libertad, la Constitución y el Estado de Derecho.
Todo sigue igual al 20 de diciembre, cuando la socialdemocracia confundió adversario con enemigo y renunció a levantar un dique contra la marejada populista. Y ya podemos decir eso de “hasta aquí llegó la crecida”.
Es una advertencia por la que jamás se sentirá aludido el votante, esa especie protegida, infantilizada, de la que dicen que nunca se equivoca aunque en ocasiones vote contra sí misma. Que se dejó seducir por un discurso que le despojaba de toda responsabilidad respecto de su vida y que le hizo creerse muy por encima de sus representantes.
No la asumiremos pero es una advertencia necesaria porque servirá como testimonio de un tiempo en que relativizamos la mentira, transigimos con el odio y dejamos que las emociones nos tomaran por rehenes. Un tiempo en que muchos prefirieron diluirse entre la gente en lugar de ser tratados como personas.