Uno de mis cuentos ilustrados favoritos es Ladrón de gallinas, de Béatrice Rodríguez. Ladrón de gallinas pertenece a ese género literario infantil que podría calificarse de «demoledor de estereotipos». El libro arranca cuando un zorro secuestra una gallina tras irrumpir en el corral en el que vive esta. Un gallo, un conejo y un oso inician entonces una persecución con el objetivo de rescatar a su amiga de las garras del secuestrador. Pero cuando los tres compañeros dan finalmente con la morada del zorro (y aquí viene el spoiler) comprueban con sorpresa que han cometido un error: el zorro y la gallina han huido juntos por amor.
Lo bueno de la literatura infantil es que trata como adultos a sus clientes. Cosa que no ocurre, por ejemplo, con esa industria del cine adulto a la que le suele faltar tiempo para encasquetarle la etiqueta “basado en hechos reales” a sus fantasías más estúpidas. Los editores de literatura infantil, en cambio, saben que ningún niño mentalmente sano sería capaz de creerse que los zorros pueden casarse con las gallinas. Y de ahí que no se conozca cuento infantil alguno precedido de la etiqueta “basado en hechos reales”. Con la inteligencia de los adultos ya existen mayores reservas.
Las pruebas de la credulidad adulta abundan últimamente. Adultos perfectamente funcionales que creen que los gorilas “protegen” a las crías humanas empujados por la poderosa fuerza de la solidaridad evolutiva. Adultos perfectamente alfabetizados que creen que Greenpeace es una organización que respeta las evidencias científicas y no una secta multimillonaria que negocia sin demasiadas reservas morales con el complejo de culpa occidental. Adultos supuestamente racionales que pasean pancartas contra el llamado “apartheid” israelí el Día del Orgullo.
El colectivo LGTB es por supuesto muy libre de creer que los zorros islamistas son capaces de casarse y convivir en paz con las gallinas lesbianas, gays, bisexuales y transgénero. Son también muy libres de creer que el gallo, el conejo y el oso israelí, los únicos por cierto que viven en un corral en el que las gallinas lesbianas, gays, bisexuales y transgénero disfrutan de los mismos derechos que el resto de los animales, son unos genocidas. Allá ellos con sus prejuicios y buena suerte viajando fuera de la burbuja de Occidente y más suerte aún si lo hacen a cualquier país musulmán de esos que castigan la homosexualidad con la pena de muerte.
Lo que no acabo de entender es cuál es la autoridad moral que concede el hecho de pertenecer al colectivo LGTB para opinar sobre un conflicto político como el que enfrenta a Israel con los países de su entorno y cuya relación con las causas que se reivindicaban la semana pasada es no ya remota sino 100% inexistente. Más aún. ¿Cuál es el vínculo que une a un terrorista de Hamás con esos participantes en el Día del Orgullo a los que el primero no dudaría en volar por los aires si dispusiera de la más mínima oportunidad? ¿Qué tipo de mecanismo mental lleva a alguien a solidarizarse con aquel que lo considera un error de la naturaleza?
Y todo eso cuando las víctimas de la matanza de Orlando aún andan tibias. No habría sobrado un poco más de respeto por las gallinas y un poco menos de solidaridad con el zorro. A ver si lo que ocurre es que, a diferencia de los niños, no sabemos distinguir una boda de dibujos animados de una masacre en el telediario.