Hasta cierto punto, en el debate de investidura de ayer no sólo se dirimía si Mariano Rajoy seguirá siendo presidente del Gobierno, sino quién será el líder de la oposición. Este reparto de papeles sigue siendo la cuestión crucial de la XII Legislatura, ya que la existencia de uno depende de la definición del otro.
Esta paradoja quedó de manifiesto en la dureza que Pedro Sánchez empleó en su intervención para justificar el ‘no’ del PSOE a Rajoy. El líder socialista fue tan contundente que no le dejó críticas disponibles a Pablo Iglesias. Redujo tanto el espacio a Podemos que al profesor de Políticas no le quedó más remedio que repetirlas varios decibelios más arriba y tuvo que volver a hablar a gritos desde la tribuna de oradores, cuestión que va camino de convertirse en su marca personal.
Sánchez fue elegido tras la derrota socialista en las elecciones europeas de 2014 con una misión específica: frenar la sangría de votos que fluía desde el PSOE a Podemos. Él y su equipo creen que casi han logrado el objetivo en las elecciones del 26-J, donde Unidos Podemos perdió casi un millón de votos y se evitó el sorpasso. La encuesta postelectoral del CIS ha ratificado un cierto rearme moral del voto socialista. Pero los de Sánchez quieren rubricar la faena, reverdeciendo los laureles del PSOE y confinando a Podemos al nicho que ocupaba IU.
Esto es parte de lo que el miércoles se jugaba Sánchez, un político con limitaciones, pero que ha ido acrecentando su capital personal pese a que desde hace dos años diversas familias socialistas lo han sepultado en varias ocasiones. Al duelo virtual con Iglesias, además, no fue ajeno Rajoy, quien al tratar con condescendencia al líder de Podemos, lo ascendió de categoría tratándolo como un interlocutor privilegiado. Es cierto que el presidente le dio un buen revolcón, pero era inocultable que se trataba de una discusión casi familiar entre dos tipos “estupendos”, según dijeron ambos.
Pero Iglesias se presentó como líder de un grupo fragmentado, con portavoces con acentos catalanes, gallegos y valencianos. Lo único que realmente podría darle una baza para alzarse como jefe de la oposición es que Rajoy resultara elegido con el apoyo, aunque fuera implícito, del PSOE.
Albert Rivera sacó a relucir en el debate un tema que es tabú: ninguno de los dos grandes partidos ha querido pactar un presidente de consenso. Y lo dejó caer para que todo el mundo se diera cuenta de que esa posibilidad de desbloquear la situación sigue ahí y que es perfectamente constitucional. Este es uno de los asuntos más incómodos para Rajoy, para los altos cargos que él ha designado, y para un PP que, forjado en el presidencialismo aznarista, no quiere oír hablar del asunto.
Si Rajoy no es elegido el viernes, como es probable que ocurra, la cuestión se suscitará con intensidad a lo largo del mes de septiembre.
El asunto también es vidrioso desde la perspectiva socialista. El equipo de Pedro Sánchez ha dicho por activa y por pasiva que no modificará el sentido de su voto aunque el PP cambie su candidato. La impresión que reinaba entre los diputados más veteranos de diversos partidos es que ese es un mensaje para el consumo interno de los socialistas, una barrera para contener el eventual debate que podría suscitarse en un comité federal en el que también jugarían un papel las ofertas que ayer Iglesias y los nacionalistas le extendieron a Sánchez.
Nadie, ni los socialistas más cercanos al líder, saben a ciencia cierta qué es lo que pasa por la cabeza de Pedro Sánchez. Eso parece haberlo aprendido de su archirrival, Mariano Rajoy y es, en gran parte, el secreto de su supervivencia política en los últimos meses. Lo que es seguro es que entre abstenerse en una votación de investidura a cambio de nada o cobrarse por ello la cabeza de Mariano Rajoy es una disyuntiva en la que ningún comité federal se perdería.
Pero Sánchez no tomará la iniciativa al respecto. Necesita, como ya ocurrió en su propia investidura, que el partido le ofrezca la excusa para moverse. La vez anterior su limitación fueron los partidos que ponían en peligro la unidad de la nación. Y Sánchez demostró que era capaz de cumplir escrupulosamente. El desenlace, por lo tanto, es cuestión de tiempo.