Arnaldo Otegi ha tardado 829 muertos y 2.472 atentados en mostrar al mundo su piedad y sus remordimientos en una entrevista radiofónica con visos de alucinación etílica o de confesionario.
El líder de Sortu, a quien los propios comparan con Mandela porque al marketing político se le consiente la prostitución de la memoria, ha saludado un lustro sin asesinatos diciendo que él "no era consciente del nivel e intensidad del dolor que provocaba ETA" y que pensaba que las "heridas eran menos profundas de lo que son".
Para Franz Kafka y Walter Benjamin la vergüenza, en tanto que sentimiento íntimo que procede del reconocimiento de los otros, era una "experiencia esencial de la ética". Otegi no tiene vergüenza pero estaría bien saber si, tras escuchar su titubeante y postrera empatía, el expresidente Zapatero -que lo trató como hombre de paz-, los señores de Nueva Economía Forum -que lo recibieron con boato-, y los diputados que contribuyeron a su martirologio en el penal de Logroño han sentido bochorno. Su impresión permitiría conocer el estado moral del establihment.
Las declaraciones de Otegi deberían mover al llanto y a la risa, al diván y a la lobotomía, si no padeciéramos un país dispuesto a la mendacidad con tal de lograr la redención del olvido. Un país en el que los malos son recibidos con alfombra roja en los parlamentos de los independentistas, mientras los políticos que estuvieron en la diana huyen escracheados de las universidades. Un país en el que Otegi hace bolos de conferenciante y en el que el alcalde de Pamplona, Joseba Asirón, se conmueve en Belfast ante la tumba de unos pistoleros del IRA mientras se niega a condenar el linchamiento de dos guardias civiles en Alsasua.
De la epifanía de Otegi sobre los estragos del tiro en la nuca cabría confirmar sólo su falta de escrúpulos, de no ser también porque él mismo esbozó una explicación sociológica del fanatismo que nos atañe a todos.
Adujo Otegi que tal vez "vivíamos en mundos paralelos", en la dimensión de "las trincheras frente al ataque del Estado", y se negó a condenar la violencia de ETA porque aún se libra la batalla por el relato. Ésta es la cuestión ahora, además de esclarecer los 300 asesinatos que quedan sin resolver.
Habiendo escuchado a Otregi, visto lo que pasó en Asausa y el numerito de Asirón en Belfast, y acercándonos a la vida insoportable de los 11 guardias civiles destinados en Leitza -hoy en EL ESPAÑOL-, no hay equidistancias posibles. No hay espacio para el relativismo. No hay duda tampoco sobre quiénes, cinco años después, están legitimados para acabar de escribir esta historia negra de España.