Hace diez días murió Walter, el gato de mi viejo amigo Juan Pablo Arenas, y su dueño le dedicó unas líneas de despedida en Twitter que deberían ser material de estudio obligatorio en todas las facultades de periodismo españolas: "Hasta aquí hemos llegado, Walter, viejo amigo. Fuimos colegas hasta el final. Ahora me toca seguir solo. Te quise mucho. Gracias por todo".
O mucho me engaña mi olfato periodístico o el cariño de Juan Pablo por Walter es real. Sólo los cursis confunden la sobriedad con la falta de empatía y la verborrea poética –que no la poesía– con los sentimientos. Mucho ojo con quienes rellenan con palabras relamidas el agujero que tienen en el pecho. Nunca se está a suficiente distancia de ellos.
Hasta aquí hemos llegado, Walter, viejo amigo. Fuimos colegas hasta el final. Ahora me toca seguir solo. Te quise mucho. Gracias por todo. pic.twitter.com/aQAakvFzWD
— Juan Pablo Arenas (@arenasjp) 14 de mayo de 2018
Intenten, en fin, buscar una sola mota de sentimentalismo, de exhibicionismo o de cursilería oculta entre las rendijas de las frases de Juan Pablo. No la encontrarán. A él no le ocurre como a tantos escribidores de segunda que confunden la expresión de las emociones con las emociones mismas y que dan rienda suelta a sus desasosiegos interiores, falsos como un duro sevillano, apilando en sus textos metáforas grumosas y adjetivos grimosos. A esa melaza emocional caducada algunos le llaman "sensibilidad" cuando no es más que el zollipo de su propio narcisismo.
Explica Theodore Dalrymple, seudónimo del médico británico Anthony Daniels, en su libro Sentimentalismo tóxico que cuando se topa en su consulta con un padre que lleva tatuados los nombres de sus hijos en los brazos sospecha de inmediato que el tipo está separado de la madre y que no los ve nunca. Como es obvio, Daniels suele acertar. "Me parece más probable que el tatuaje, en vez de ser una muestra de cariño, sea más bien su sustituto".
La cosa tiene ya difícil remedio porque andan las facultades de periodismo rebosantes de adolescentes convencidos de que ellos están ahí para contar "historias" de la forma más literaria posible. También, porque no ha nacido todavía el decano con la suficiente autoestima, es decir con los cojones necesarios, como para decirle a los menos talentosos de sus alumnos que se dejen de idioteces y decidan de una vez si quieren hacer periodismo o continuar la obra de Corín Tellado, pues no otra cosa son sus "historias": purito Corín Tellado para millennials del siglo XXI en permanente año sabático de su inteligencia.
"Historias" protagonizadas casi siempre, además, por una galería de inadaptados anecdóticos que parecen la versión inofensiva, barata y apta para todos los públicos de los freaks de las primeras películas de Almodóvar. ¡Si al menos fueran sórdidos! Normal, por otro lado, en una generación de periodistas cuyo referente de la "radicalidad callejera" es un tipo que mea en un baño con forma de coco a la vera de su piscina de 660.000 euros.
A ese cáncer del periodismo que más bien parece una pesadilla por indigestión de garbanzos poéticos hay que ponerle la proa de inmediato o acabaremos siendo incapaces de distinguir el periódico de uno de esos poemillas motivacionales para directores de marketing abstemios escritos por Marwan, Defreds o Elvira Sastre. Antes de ponerse a escribir hay que aprender a leer, joder, y estos llevan sin entender una sola línea desde hace años.
Los cursis son mala gente. Ojalá Walter les vomite desde allá arriba una gigantesca, densa y pastosa bola de pelo sobre sus líricas cabecitas.