El viernes no podía creerlo. Pasadas las diez de la noche no quedaba ningún CDR en las calles de Barcelona. Para mí, solitario currante en las madrugadas del periódico, fue tristísimo. Me robaron mi porción de épica periodística. Por la mañana había visto en la televisión a Nacho Abad recorrer esas amplísimas avenidas como si estuviera en Irak y yo quería lo mismo pero de salón, lanzar cuatro o cinco notificaciones, alimentar el directo, tuitear y asustar a los usuarios de Facebook. Me preparé para un día glorioso en el periódico. Y no había nada, ni siquiera un paso de cebra bloqueado.
La decepción era tan grande que por un momento me planteé dejar la redacción sola y salir a quemar los contenedores de la Avenida de Burgos con tal de mantener la tensión revolucionaria. Hasta yo, aspirante a burgués que vive en un piso interior de la calle Velázquez cuya máxima ambición civil es llegar a pie a la terraza de Richelieu, me di cuenta que a los encapuchados les había faltado la guinda.
Por lo que sea la calma a la hora de la cena no era previa a la guerrilla. Lo que pasa es que la defensa de la república ficha en la Generalitat. Tiene los horarios de Artadi y de Torra, la inspiración de la huelga de hambre de los pijos encarcelados e incrustado el sufrimiento de los dedos que no le rompieron a una tertuliana el 1-O. Cuando Sánchez cogió el Falcon los encapuchados ya hacían cola en El Corte Inglés o cenaban en casa. Es imperdonable. Ellos me han quitado la historia que pretendía contar en una década: la noche en la que hubo el primer muerto en la Barcelona pre independiente y tuve que tomar decisiones cruciales.
Vivimos una España gobernada por un mediocre y la revolución nos la hacen a medias. No nos lo merecemos.