El cielo. El viento. Calleja. Qué placer el de elevarse en Mallorca y sentir desde lo alto los perfiles de la Tramontana, el trenecito de Sóller, la Catedral en gótico erigida. Fernando Simón es un personaje televisivo, y de ahí a estar sostenido por el helio y las almedritas mediaba un suspirito, un frutito seco que se atragantaba, una ruedita de prensa y nadie que pregunta
A Illa, filósofo y empático, le ha cambiado la cara, se le han afilado las quijadas pero Fernando Simón, cabalgando olas y ventoleras, se relaja mientras Madrid viene convirtiéndose en esa ciudad fantasma que morirá cuando cierren los bares. Los muertos no se cuentan, nene, y desde las alturas los contagios y las distancias sociales se ponen en cuarentena (sic) y todo tiene otro color.
Que sí, que Simón ha entrado del despachito a la cultura pop y eso es España, un país engañado y abalconado, una bomba vírica que pasa las tardes en pensar cómo meterle la picota a Cuelgamuros y hacer con el Valle de los Caídos lo que hizo la difunta Chacón con el Alcázar de Toledo: un centro comercial con sus escaleras mecánicas y donde, si hay suerte, puede pasar Dora la Exploradora a explicar qué narices era un blocao o un naranjero.
De modo que las ausencias de Simón son eso: un intento de salirse de la gravedad y ver, de más cerca, a qué carajo huele Venus (disculpen el casticismo y la sinestesia).
Lo de Simón sólo podía salir aquí. En España. El periodismo es Calleja y todos sabemos que nos las cuelan con las cifras y así y todo será maravilloso viajar hasta Mallorca. Pero Fernando Simón, referencia moral de la España magufa funciona así: como un repuesto bacteriológo y vírico a Arguiñano, el par de a las hormigas de Pablo Motos o un Juan Tamariz de la epidemiología patria.
Las viudas verán el programa, lanzarán el zapato al plasma. Pero todo seguirá igual: España es indolente y Simón es un santo varón.