El presidente del Partido Popular ha comprendido que la mejor forma de conquistar la Moncloa es imitar el lento paso de la tortuga y no el comportamiento alocado de la liebre. Sea Esopo, La Fontaine o Samaniego el autor de la fábula, la moraleja es la misma: se llega mejor a la meta con paciencia y constancia que con impaciencia y arrogancia.
En el debate sobre la moción de censura contra Pedro Sánchez presentada por su ex compañero Santiago Abascal, dejó que el canguro político en que se ha convertido Vox diera todos los saltos posibles sobre la democracia mientras se sentaba a esperar su turno. Si el marsupial atacaba al Gobierno con todo lo que tenía a su alcance, él llevaba decidido y muy decidido que abandonaba su condición pública de lepórido y pasaba a integrarse en la familia de los quelonios.
Mejor protegerse con un buen caparazón de los ataques políticos y judiciales que iba a recibir su partido que intentar soslayarlos en una huída hacia adelante que le llevaría a caer exhausto antes de cruzar la ansiada meta del palacio de la Moncloa.
Puede que se lo aconsejaran en el partido, convencidos de que la presidencia de Pedro Sánchez no estaba en peligro y que la legislatura iba a durar cuatro años pese a las discrepancias internas entre las dos fuerzas políticas que forman el Gobierno. Pero puede que lo decidiera mientras que Isabel, su mujer, les narraba a Paloma y Pablo la fábula de la liebre y la tortuga, y viera que la aplicación de la moraleja en su vida política le llevaba a alejarse lo más posible de la derecha más dura del país, y aprovechar la evidente ruptura del centro que había representado Ciudadanos con Albert Rivera para regresar a ese espacio electoral del que nunca debió alejarse su partido.
Adiós calculado, pero firme a sus alianzas con Vox para seguir gobernando en Madrid, en Andalucía, en Murcia y en Castilla y León, con la vista puesta en ese otro quelonio más pequeño que es Ciudadanos con Inés Arrimadas.
Recuperar dos millones de votos no es fácil. Se necesita paciencia y, sobre todo, nada de extremos
Aquí vuelve a reencontrarse con el fabulista griego y sus enseñanzas: hacer determinados favores al compañero ocasional que tiene en su propio origen el instinto de matarte nunca sale bien. Convertido en paciente tortuga no iba a dejar por más tiempo que el escorpión Abascal esperase el momento que creyera más adecuado para clavarle su aguijón, aunque el precio final fuese la muerte de los dos en sus aspiraciones para llegar al Gobierno.
Por esas razones, el 22 de octubre de 2020, hizo el mejor discurso político de su vida y atacó sin contemplaciones al artrópodo que se dirigía un día sí y otro también a los especímenes más próximos a su carácter que aún anidan dentro del PP desde hace 45 años.
Recuperar los dos millones de votos perdidos entre 2015 y 2019 no es fácil. Se necesita paciencia y, sobre todo, situarse en el mejor de los campos posibles para alimentarse de los votos que crecen en el centro sociológico. Nada de extremos, nada de dejarse expulsar de ese espacio desde el que se ganan todas las elecciones.
Dejar que Vox empuje desde la extrema derecha e insistir en el carácter radical del gobierno que encarnan el PSOE de Sánchez y la Unidas Podemos de Pablo Iglesias y Alberto Garzón.
Estrategia global por un lado y tácticas personales, por otro: acercarse a Albert Rivera y su entorno en busca de los posibles votos centristas que puedan regresar al PP, y nada mejor para ello que contratar al bufete que preside el ex líder de Ciudadanos para posicionarse en Cataluña tanto contra los independentistas como contra los socios y compañeros del PSOE y Podemos.
Movimiento que ha tenido su recompensa a nivel internacional con la victoria de Joe Biden sobre Donald Trump. Occidente en general y Europa en particular han saludado la llegada de los Demócratas a la Casa Blanca con evidentes muestras de alivio: suben las Bolsas, avanzan las vacunas, se aleja el fantasma de la nueva gran crisis financiera... tal parece que el mundo en general, salvo los que se consideren a sí mismos huérfanos de Trump, quiere mirar los últimos cuatro años como una anomalía, un virus al que se le ha encontrado un tratamiento en las urnas.