Hay un aspecto esencial de la tan mítica como estrafalaria polémica entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz -dos viejos exilados llamándose de todo, no a cuenta de Franco, Negrín o Azaña sino del papel de los reyes godos- en el que siempre he pensado que tenía razón don Claudio. Cuando Castro enraizaba la identidad de España en la conjunción medieval de moros, judíos y cristianos e interpretaba cuanto ha sucedido desde entonces como fruto del determinismo histórico que emanaba de esa "morada vital", Sánchez Albornoz le replicó que, si fuera así, se trataría más bien de una "cárcel vital". Él reivindicaba, por el contrario, que los españoles, como cualquier otro pueblo, hemos tenido siempre la oportunidad de seguir un camino u otro y que es la acumulación de decisiones sucesivas, solapándose entre sí, lo que ha marcado nuestro “devenir histórico”.
Por eso estoy a la vez contra los gaznápiros que inventan una legitimidad catalana en conflicto con la española y contra los esencialistas que pretenden que la unidad de España está por encima de la Constitución, por el mero hecho de ser anterior a ella. Hoy no quiero sin embargo anticiparme a los acontecimientos que se están incubando en Barcelona –cuando el parto de los montes se produzca con estruendo, ya nos ocuparemos del ridículo que hará el ratón-, sino aplicar esta filosofía relativista de la Historia al dramático proceso político que acabamos de vivir en el PSOE. Porque demasiadas veces los conservadores de izquierdas, de derechas o de centro tienden a confundir la continuidad con la normalidad y lo por ellos esperado con lo adecuado. De ahí a reaccionar con ira y grotesca desmesura, cuando algo o sobre todo alguien se sale de su guión, sólo media el grado de arrogancia de cada uno.
Una cosa es que la victoria de Susana Díaz pareciera más útil para las pretensiones del PSOE de ampliar su espacio de centro izquierda, e incluso subrayar que las emociones pesaron más a la postre entre los militantes socialistas que el cálculo y la conveniencia, y otra muy distinta equiparar el triunfo de Sánchez con descarrilamientos disruptivos del calibre del 'brexit' o la elección de Trump. Válgame Dios.
Que la presidenta andaluza fuera catalogada como “moderada” y el de nuevo secretario general como “radical” es relativamente secundario ante el hecho de que uno y otro forman parte de una única familia socialdemócrata. Yo mismo he hecho la analogía con el dilema entre Valls y Hamon, pero el posterior fracaso en las presidenciales del vencedor de las primarias del PSF no implica necesariamente que desde la izquierda del PSOE sea imposible crecer. Lo importante no es el punto de partida sino el de llegada y el factor humano hará una vez más la diferencia.
El socialismo está en crisis en toda Europa y Hamon, como le ocurrió a Oskar Lafontaine, como les ocurrió a los líderes del PASOK, como lleva camino de ocurrirle a Corbyn, quedó atrapado por la rigidez de una utopía trasnochada. Pero no se puede acusar a Pedro Sánchez de ser un oportunista sin principios, capaz de todo tipo de bandazos y dar simultáneamente por hecho que va a hacer de tonto útil en una dinámica frentepopulista, combinada con el secesionismo, que amenazará el modelo de convivencia y se llevará por delante la unidad de España. Francamente no veo a Margarita Robles, Borrell o nuestro siempre agudo articulista José Luis Ábalos en nada de eso.
Un mínimo rigor dialéctico obliga a admitir que el Pacto del Abrazo y aquella comparecencia bajo la enorme bandera rojigualda fueron expresiones al menos tan genuinas de lo que es Pedro Sánchez como sus ofrecimientos televisivos a Podemos o su ambigua coartada de "España, nación de naciones" para atraerse al PSC y jugar un papel en Cataluña. Al igual que le ocurre a Rivera, ocupar una de las dos posiciones interiores de un sistema cuatripartito implica tener que defender a la par una frontera por la izquierda y otra por la derecha. Algo que requiere determinación, flexibilidad y astucia. Capacidad política, en suma. Negársela a Sánchez, después de lo que acabamos de vivir, oscila entre lo mezquino y lo miope.
En el PSOE ha habido un proceso de democracia interna sencillamente ejemplar
A medida que transcurren los días se agranda, por el contrario, para el observador ecuánime, el mérito de su hazaña. Tenemos tanta mediocridad alrededor, estamos tan acostumbrados al inmovilismo estaférmico, a la planitud pastrana de la dehesa de los mansos, a la esclerosis burocrática de los aparatos, a la purga del disidente, la recompensa de la docilidad y el sopor del conformismo que enseguida amortizamos a beneficio de inventario lo que no encaja en nuestro pesimismo estructural. En ningún sitio se vive tan cómodo como a la sombra del muro de las lamentaciones.
Me acuso públicamente de propender a ese pecado y espero que haya alguien que me zarandee cada vez que lo cometa, como nos zarandearon los sondeos de SocioMétrica para EL ESPAÑOL advirtiendo de la dimensión del apoyo socialista a Sánchez. Y es que, por recurrir una vez más al feliz enunciado de Carmen Iglesias, "no siempre lo peor es cierto". Eso quiere decir, de entrada, que en el PSOE ha habido un proceso de democracia interna sencillamente ejemplar; y de salida, que ninguno de los vaticinios que auguran todo tipo de males por el triunfo de Sánchez tiene el marchamo de lo inexorable.
Desde la otra orilla ideológica de la política europea, me quito el sombrero ante lo que ha hecho este hombre en los diez meses transcurridos desde su defenestración hasta su triunfal regreso. Frente al fatalismo de lugares comunes como "el que se mueve no sale en la foto", "al margen de la Iglesia no hay salvación" o "ahí fuera hace mucho frío", Sánchez tuvo la valentía de levantarse de la lona a la que le arrojó el Comité Federal del 1 de octubre y plantarse en jarras ante los tanques de lo establecido con su obstinado “No es no”. Un eslogan todo lo reduccionista que se quiera, pero tan contundente y movilizador como el “Yes, we can” o el “France en marche”.
Mientras la mayoría de los medios hacíamos chanzas sobre su anuncio de echarse a la carretera para recorrer España como un viajante de comercio, él diseñó y activó en tiempo récord una máquina política, a base de donaciones, voluntarios y el eficaz banderín de enganche de que aquello era un David contra Goliat. Ya sólo por eso hubiera merecido el reconocimiento a quien en la adversidad saca fuerzas de flaqueza para mantener el pabellón en pie. Sánchez ha sido el boxeador que sobrevive al KO, el ciclista que se recupera de la “pájara”, el torero que sigue en la plaza a pesar de la cornada, el hereje que desafía a sus inquisidores, el recluso contumaz en sus intentos de evasión o, por qué no decirlo, el periodista que reitera sus denuncias tras haber sido silenciado.
Pero además ha ganado. Ese tozudo “yo no capitulo” del héroe del Rinoceronte de Ionesco, ese “conmigo no van a poder”, ese “a mí no me van a tapar la boca”, ese “a mí no me van a quitar de en medio” ha sido el estambre que a la postre ha hecho de él un genuino “comeback kid”.
Pedro Sánchez diseñó y activó en tiempo récord una máquina política, a base de donaciones, voluntarios y el eficaz banderín de enganche de que aquello era un David contra Goliat
¿Cómo traducir un apodo tan propio de la política, el deporte y la cultura norteamericana? Tendría que ser un híbrido entre "el chico que vuelve" y "el chico de la remontada". Así se bautizó a sí mismo Bill Clinton en 1992 al superar el primero de sus escándalos sexuales -el de su relación con Gennifer Flowers- en las primarias de New Hampshire; y el mote ha sido utilizado muchas veces en el baseball -hay una famosa serie de televisión con ese título- o el show-business. Pero el verdadero, el más auténtico e incomparable "comeback kid" de todos los tiempos, fue, señoras y señores, Joseph Clifford Montana, mítico quarterback de los 49ers de San Francisco.
Joe Montana se ganó el sobrenombre una gélida tarde de 1979 cuando en la final del campeonato de fútbol universitario -la Cotton Bowl-, recién salido de una lesión, con gripe y fiebre, al borde de la hipotermia y sin otra medicina que un trago de sopa caliente, saltó del banquillo en el último cuarto para liderar la remontada de Notre Dame sobre los Houston Cougars y culminarla con un touchdown al filo mismo de la bocina que supuso el 35-34. Algo así como si Sergio Ramos hubiera estado enfermo el día que marcó el gol de la final de Lisboa.
Joe Montana protagonizó una y otra vez lances similares como profesional, ganando títulos para los 49ers. De nuevo convaleciente de una lesión, de nuevo en una increíble jugada individual, de nuevo en el último segundo y, lo que es más importante, en medio de las críticas de quienes le daban por acabado, conquistó para San Francisco la SuperBowl de 1988. Dos años después fue elegido Deportista del Año por Sports Illustrated. Cuando se retiró mereció el título de "mejor quarterback de todos los tiempos"; y al final del milenio fue incluido por ESPN entre los 25 mejores deportistas del siglo XX.
Pues bien, gustará más o menos, parecerá exagerado o no, será políticamente correcto o no, pero durante el emocionante sprint final que nos llevó del recuento de avales al recuento de votos yo he percibido en algunas veteranas dirigentes socialistas, con mando moral en plaza, el mismo fulgor infantil en las pupilas con que las cheerleaders de Notre Dame seguían, desde la grada del estadio de los "irlandeses luchadores", las increíbles carreras de Joe Montana. Y hay al menos dos frases célebres del "comeback kid" por antonomasia cuyo eco reverbera en la comisura de los labios de Pedro Sánchez: "Los ganadores son aquellos que imaginan antes cómo se materializan sus sueños" y "nada te motiva tanto a jugar al límite de tus fuerzas, como que la gente te dé ya por muerto".