No hace mucho vi en un blog una ilustración que explicaba bien el concepto de “género fluido”. Mostraba a una persona adolescente de apariencia ambigua, a la que alguien fuera del cuadro le hacía una pregunta: “¿Eres un chico o una chica?”. A lo que él/ella o, mejor dicho, asumiendo la última neolengua, ‘elle’ respondía con un monosílabo: “No”.

No faltará algún erudito en la materia que precise que esa respuesta tan sólo ponía de relieve que la persona interpelada no se consideraba incluida en el modelo “binario” y que su doble negación abría las puertas a otros géneros. Hasta 112 han sido catalogados recientemente, incluidos el “agénero” de quien cree no pertenecer a ninguno, el “apconsugénero” de quien por más que lo intenta no logra descubrir cuál es el suyo o el “apagénero” de quien se siente lo suficientemente apático como para no dedicarse a averiguar a cuál pertenece. Y eso sin pasar de la primera letra del alfabeto.

Pero el hecho de que exista un punto de partida, basado en la genética, expresado en la morfología genital y afianzado en miles de años de civilización humana, implica que para llegar a cualquiera de esas 112 modalidades siempre habrá un tránsito, real o imaginario.

Puede ser fruto de una, dos, o tres mutaciones. O de cientos o miles de cambios. ¿Por qué ponerle límites a algo tan potencialmente volátil como la autoidentificación? Hoy me siento reina de Saba, hoy cabo de gastadores, hoy estrella perdida en la galaxia como buen “astrogénero”. Mañana quizá “negra”, como dice provocadoramente la que fuera Secretaria de Estado de Igualdad, Soledad Murillo, en la interesante entrevista que publicamos hoy.

De ahí la pertinencia de cobijar a todas, a todos y especialmente a ‘todes’ las personas trans bajo el paraguas sociológico del “género fluido”, pues en algún momento han realizado ese viaje. Comprendo que habrá lectores que ya, a estas alturas del artículo, piensen que se me está yendo la pinza. Pero este y no otro es el marco de referencias que el Gobierno pretende convertir en ley.

Yo mismo aun no salgo de mi asombro al leer y releer el artículo 37 del proyecto de ley aprobado por el Consejo de Ministros: “El ejercicio del derecho (a solicitar la rectificación del sexo en el Registro Civil) en ningún caso podrá estar condicionado a la previa exhibición de informe médico o psicológico… ni a la previa modificación de la apariencia o función corporal de la persona a través de procedimientos médicos, quirúrgicos o de otra índole”.

Según el preámbulo de la ley, esta “despatologización” -pronto verán tal palabra, palabro o más bien ‘palabre’ en el Diccionario- tiene como fundamento “el principio de libre desarrollo de la personalidad”, reconocido por la Constitución. Pero la consecuencia directa es la eliminación del requisito de “disponer de un diagnóstico de disforia de género”, incluido en la muy progresista ley de rectificación registral aprobada en 2007 por Zapatero.

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Ya comenté hace unas semanas que hasta ahora sólo el Dios de la Biblia podía autoidentificarse: “Yo soy el que soy”. Gracias a Irene Montero -y a los abochornados cofirmantes del proyecto de ley Carmen Calvo y Juan Carlos Campo- más de 40 millones de españoles mayores de 12 años -sí, han leído bien, 12- adquirirán ahora ese atributo. Pero no ya en el ámbito filosófico, sino en el de los efectos administrativos.

O sea que lo de “quisiera ser un pez/ para tocar mi nariz en tu pecera/ y hacer burbujas de amor/ por donde quiera” no será solamente una metáfora musical de Juan Luis Guerra, sino que adquirirá el carácter de respetable opción vital. ¿Por qué no añadir a la lista el “piscigénero” para que, en vez de 112, sean 113?

Y ay de quien se mofe de aquel conductor de autobús que ejerza su autoidentificación como salmonete, ballena o caballito de mar, buscando su gorgonia entre la jungla de asfalto, porque -según el artículo 76 del proyecto de ley- será multado con entre dos mil y diez mil euros por comportarse de manera “vejatoria” ante esa libre “expresión de género” y además con inversión de la carga de la prueba. Tanto luchar contra la “ley mordaza” para ahora inventarse otra y hacer escarmiento con un profesor -un tal Galileo Galilei- que se atrevió a sostener en clase que la diferencia entre hombres y mujeres viene determinada por sus cromosomas.

Pedro Insua se ha sentido obligado a advertir en su precisa columna de este viernes que “no existe ni puede existir el derecho a volar de un hombre que se cree pájaro”.  Pero exactamente a eso debería llevarnos la lógica de la nueva norma, tal vez en su desarrollo reglamentario: a que la Seguridad Social proporcione alas adaptables u otros elementos de propulsión a quienes se autoidentifiquen como ‘avisgénero’. Por supuesto que con cargo al erario. Sólo así podrá la sociedad facilitar el ejercicio de sus legítimas aspiraciones a ese respetable colectivo que pronto notaremos expandirse -y elevarse- entre nosotros.

Irene Montero ha dejado entrever todo el alcance de su ley cuando, tras el Consejo de Ministros del martes, proclamó triunfante que este es “un momento de reivindicación para muchas personas que pueden sentirse solas, solos o ‘soles’”. O sea que habrá que garantizar que quienes se sientan solas o solos tengan la compañía que prefieran -no puedo estar más de acuerdo- y quienes se sientan soles dispongan de un generador adosado a la espalda para irradiar luz y calor.

Qué vergüenza. Nunca imaginamos que desde un gobierno democrático se pudiera hacer el ridículo hasta el extremo de enviar al Congreso un proyecto de ley como este, justo a tiempo de que sus miembros tengan buena acogida en un desfile de carrozas con lluvia de confetis.

Nunca imaginamos que desde un gobierno democrático se pudiera hacer el ridículo hasta el extremo de enviar al Congreso un proyecto de ley como este

Es la prueba de que la realidad siempre supera a la ficción y de que nada hay tan peligroso y dañino como el aterrizaje legislativo de lo grotesco verosímil. Los mismos estrategas de la Moncloa que se hacían cruces y no daban crédito a lo que oían cuando Irene Montero empezó a sentarse en el Consejo de Ministros, han terminado asumiendo sus disparates como un peaje inevitable del gobierno de coalición.

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Lo catastrófico es que -si un radical proceso de enmiendas no lo impide- la aprobación de esta ley va a difuminar gran parte de los logros obtenidos por varias generaciones de feministas, durante medio siglo de labor concienzuda y rigurosa. No es de extrañar que haya surgido una plataforma Contra el Borrado de las Mujeres porque eso es lo que sucedería si la identificación genética por el sexo termina siendo sustituida por la autoidentificación de género.

Lo siguiente sería, claro, la plataforma Contra el Borrado de los Hombres. Y al final no tendríamos más remedio que constituir la plataforma Contra el Borrado de la Ética de la Objetividad.

Los hechos dejarían de ser sagrados bajo la apisonadora de las percepciones subjetivas. Reduzcámoslo al absurdo, pero en una competición deportiva lo de menos sería el resultado, lo de más el nivel de euforia o depresión de cada competidor. Habría pues que declarar campeón de Copa, ganador del Oscar o titular de una cátedra al aspirante que se sintiera más satisfecho de sí mismo. Y arrebatar el récord del mundo, el premio Nobel o la Gran Cruz al Mérito Civil a cualquier ser excepcional con déficit de autoestima.

Un asesinato podría transformarse en una saludable purga demográfica o en un acto de compasión ante el dolor ajeno, según el tipo de autoidentificación al que su “género fluido” hubiera llevado ese día al asesino.

Es patético que el loable empeño por proteger los derechos civiles del colectivo trans, tratando la disforia de género como una expresión más de la diversidad humana, dejando de considerarla como una enfermedad, pero legislando en función de su realidad científica, haya desembocado en esta charlotada.

La prueba del delirio conceptual que implica la ley es que ha tenido que incluir mecanismos para bloquear su aplicación en casi todos los ámbitos planteados por la casuística, desde el deporte a la violencia de género, pasando por la concesión de subvenciones. Y, por supuesto, impidiendo su aplicación retroactiva, entre otras cosas para que la infanta Elena no pueda reclamar el trono de España al autodefinirse una mañana como varón.

¿Pero qué pasará con las listas cremallera, con las cuotas en los consejos de administración, los planes de igualdad de las empresas, las estadísticas sobre violencia contra las mujeres, los procedimientos clínicos o la propia separación de los cuartos de baño en centros de trabajo, bares u hoteles que tantas veces ha protegido la intimidad o integridad femenina?

Lo inaudito es que un gobierno que se dice progresista haya cedido a esta satisfacción de los deseos de una minoría

Lo inaudito es que, como alega esa plataforma Contra el Borrado de las Mujeres, un gobierno que se dice progresista haya cedido a “esta satisfacción de los deseos de una minoría de la población -Soledad Murillo habla del ‘0,001%’-, a costa de la vulneración de derechos y libertades para la gran mayoría”. Sólo se explica por la dependencia estructural que un partido con 120 escaños tiene de los votos de sus socios radicales y por la camaleónica disposición de Sánchez a comportarse como un espécimen político de género fluido.

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De hecho, estas esperpénticas concesiones iluminan por analogía el ‘reseteo’ del proceso hacia la independencia de Cataluña que acaba de impulsar el presidente, a través de los indultos y de las dos mesas de negociación -una para lo legal, otra para lo ilegal- acordadas con Pere Aragonés en la Moncloa. Si los 35 escaños de Unidas Podemos bien merecen la autodeterminación de unos miles de personas de ideología ‘queer’, ¿cómo no corresponder a los 21 escaños de Esquerra y Junts con la de siete millones de catalanes?

En el fondo ambos fenómenos tienen en común la fuerza de los sentimientos. La exigencia de adaptar el marco jurídico a las fluctuantes emociones identitarias. La destrucción de lo fáctico como factor de referencia en las relaciones humanas. La negación de la certera reflexión de Madariaga de que hay “españoles que se creen no serlo”.

En la historia milenaria de un pueblo, una década en la que demoscópicamente se dispara la hormona 'indepe' equivale a esa hora del día en la que un varón decide que se siente mujer, con las espaldas cubiertas por la reversibilidad de la inscripción registral a los seis meses. O a esa semana postelectoral en la que Sánchez acuerda dormir abrazado a aquel que durante las veinte anteriores resultaba que iba a quitarle el sueño. ‘Panta rei’.

Como en el caso de la interpelación al chico/chica que se manifiesta ‘chique’, Sánchez tiene una pregunta muy concreta encima de la mesa: ¿Va a permitir o a impedir que en Cataluña se celebre un referéndum de autodeterminación? Y su respuesta es igual de contundente: “No”.

La trampa reside en que esa negativa sirve a la vez para las dos opciones antitéticas de la disyuntiva. De hecho, durante el debate parlamentario del miércoles, vimos cómo se aplicaba en ambos sentidos. De su viva voz, Sánchez dijo que no lo va a permitir. A través de Rufián y con los indultos como antecedente expreso de la ecuación, escuchamos que no lo va a impedir.

¿Pueden ocurrir las dos cosas a la vez? Según el espíritu del artículo 37 de la ‘Ley Trans’, sin ningún problema. Cada una de las partes podrá acudir al Registro Civil de la Historia, sin que su derecho a la “autoidentificación” de lo actuado esté condicionada por la exhibición de ningún informe jurídico ni siquiera por la modificación de ninguna apariencia constitucional.

Si ya ocurrió el 1 de octubre del 17, cuando Rajoy no vio que hubiera habido ningún referéndum y Puigdemont sintió haber recibido el mandato de declarar la independencia, ahora será mucho más fácil ponerse de acuerdo en percibir cosas distintas en un mismo acontecimiento. Lo que para los separatistas será un plebiscito de autodeterminación, Sánchez lo denominará consulta sobre el autogobierno. Y a partir de ahí, si sale con barba San Antón y si no la Purísima Concepción.