Ya el Diccionario de Autoridades de 1732 incluía las dos acepciones de garlito. Por un lado era “una especie de nasa a modo de orinal de vidrio y en lo más estrecho de él se hace la red de unos lazos, que entrando el pez no puede salir porque se enreda con ellos”. Pero además “metafóricamente significa celada lazo o asechanza que se arma a alguno para molestarle y hacerle daño”.
En todos los momentos y culturas los pescadores furtivos han venido empleando distintas modalidades de eso que podríamos resumir como “trampa para peces”. El denominador común siempre es una boca ancha colocada en zonas estratégicas del río, con un saco largo y cada vez más estrecho, a veces con un cebo al fondo, del que el pez no puede escapar.
En un reciente decreto del gobierno de La Rioja, comunidad truchera y cangrejera donde las haya, los garlitos figuran entre las artes prohibidas junto a “los esparaveles, rediscas, cucharas, balanzas, mangas, cribas, rastrillos, butrones, palangres o grampines”.
Pero lo que resuena en mi memoria de juvenil lector cervantino es la musicalidad de aquellos versos de La Gran Sultana en los que el pícaro Madrigal se ve en trance de ser ejecutado por no querer casarse con su amante musulmana y recurre a un ardid para salvarse: “Cogeránte en el garlito/ ya cumplido tu deseo/ morirás sin duda alguna/ si te falta este remedio”.
El “remedio” era declararse descendiente y heredero de un sabio con el don de escuchar las voces de los pájaros y transmitirle al Gran Cadí los rumores sobre su homosexualidad que sólo él podría atajar, desmintiéndoselos a las aves. Como dos pececitos indefensos, Madrigal había quedado atrapado en el garlito de su nido de amor y el Gran Cadí era ahora prisionero del garlito de las maledicencias y su preocupación por el qué dirán.
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Dos garlitos igualmente simétricos se abren ahora ante los españoles, si examinamos la encuesta de SocioMétrica con la que hoy cerramos este convulso curso político en el que sólo la vacunación ha logrado frenar la pandemia. Es verdad que por tercer mes consecutivo el PP de Pablo Casado supera en intención de voto al PSOE de Pedro Sánchez. Pero la brecha, consecuencia sin duda del vuelco en las elecciones anticipadas en Madrid y el llamado “efecto Ayuso”, no ha seguido agrandándose.
Al revés. Tanto a final de mayo, como a final de junio, la ventaja del PP era de 2,1 puntos y ahora, tras una crisis de Gobierno, descrita desde la oposición como la ”carnicería” de un “psicópata”, la distancia se ha reducido a 1,7. No son diferencias relevantes e incluso podríamos hablar de empate técnico. Por eso habrá que esperar al otoño para saber si se consolida una tendencia favorable a Casado o los dos grandes partidos serpentean enlazados hasta el final de la legislatura. Lo lógico sería lo primero, pues el líder del PP perdió las últimas elecciones por ocho puntos y empezó el año pasado a más de seis de distancia en nuestros sondeos. El mérito de la remontada es innegable.
El problema llega a la hora de hacer la proyección de escaños. El PP lograría 116, o sea cuatro menos de los que hoy tiene el PSOE; pero Vox obtendría 56, o sea 21 más de los que hoy tiene Unidas Podemos. Eso significa que, si se produjera el cambio, no sólo nos veríamos abocados a un gobierno con ministros de Vox, sino que su peso sería cuantitativa y cualitativamente muy superior al que ahora tiene la extrema izquierda.
Sería un gobierno con Santiago Abascal como vicepresidente y Macarena Olona, Iván Espinosa, Jorge Buxadé, Rocío Monasterio o Gil Lázaro en carteras clave. A cambio, no dependería de los separatistas, como le ocurre a la actual coalición.
Según nuestro sondeo, el hemiciclo estaría hoy partido en dos mitades exactas, bien porque a los 172 escaños que sumarían el PP y Vox se unieran los tres de Ciudadanos, bien porque los escaños de Coalición Canaria, Navarra Suma y el Partido Regionalista de Cantabria completaran los 175. Caso de producirse ambos efectos, la mayoría sería para el bloque de derechas, frente a unas izquierdas que con nacionalistas y separatistas sólo llegarían a 172.
Si yo fuera Pablo Casado, no me sentiría nada tranquilo con este panorama. Tenemos por delante al menos año y medio de intenso crecimiento económico, impulsado por los fondos europeos. Y aunque el gasto público clientelar pueda ir convirtiendo el déficit y la deuda en una bomba de relojería bajo nuestros asientos, su estallido no se produciría hasta la siguiente legislatura.
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Sánchez tendrá que salvar, entre septiembre y diciembre, tres match balls de los que dependerá la remesa de dinero europeo correspondiente a 2022: la parte dura de la reforma de las pensiones, la reforma laboral y los presupuestos. Le esperan momentos complicados porque Yolanda Díaz tendrá que optar, inevitablemente, entre su popularidad y su utilidad; y Esquerra se enfrentará al dilema de seguir arrastrando el peso muerto de Puigdemont o hacerle revivir, mediante un pacto con el PSC.
Pero si Sánchez logra salir de este laberinto, llevando a Bruselas unos segundos presupuestos entre los dientes, sólo el estallido de algún gran escándalo relacionado con la corrupción podría impedirle culminar la legislatura presidiendo la Unión Europea en el segundo semestre del 23.
Es cierto que este otoño puede tener que afrontar un nuevo revés jurídico de mayor calado que el que ha supuesto la sentencia que declara inconstitucional el confinamiento con tan sólo un Estado de Alarma como soporte. Tras el consistente varapalo derivado de la ponencia de Pedro González Trevijano, ahora es el magistrado Antonio Narváez quien está estudiando los recursos sobre la prórroga del Estado de Alarma, el cierre temporal del Parlamento y la transferencia de todas las responsabilidades sobre la pandemia a las Comunidades Autónomas.
Es previsible que entre una y otra sentencia se establezca un itinerario coherente que derivaría en una clara censura jurídica de la conducta del Ejecutivo. Pero, así como creo que este proceder honra al Tribunal por su defensa de los derechos fundamentales -y no son debates “académicos” sino de gran calado político-, no veo que vaya a producir demasiada erosión a Sánchez, teniendo en cuenta la confusión e incertidumbre que generó la pandemia en todos los gobiernos democráticos.
Otro tanto cabe decir del debate que bloquea la renovación del Poder Judicial. La reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que este sábado adelantaba EL ESPAÑOL en exclusiva, da la razón a Pablo Casado en el fondo del asunto. En realidad, a Pablo Casado y a todos los que venimos denunciando desde hace treinta y seis años el abuso de poder y la burla al espíritu constitucional que supuso la modificación de la Ley Orgánica para que Congreso y Senado eligieran a todos los vocales del Consejo.
Pero una cosa es que esta sentencia del TEDH sobre Polonia, contra la “injerencia directa o indirecta” de Gobierno y Parlamento en el Poder Judicial, avale la posición del PP en el debate sobre el cambio de la ley y otra que vaya a hacerle ganar ante la opinión pública el pulso, que va ya para tres años, de la no renovación del actual Consejo.
Máxime cuando Casado admite que, antes o después, tendrá que producirse de acuerdo con la norma hoy vigente. Lo prudente sería renovar el Poder Judicial ahora y convertir, de nuevo, el cambio de la ley en uno de los puntos clave del programa del PP. Con la diferencia, claro, de que esta vez nadie dudaría de que Casado cumpliría su promesa.
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En todo caso no van a ser, y lo escribo con pesar, las disputas sobre la calidad democrática de nuestro sistema las que decanten el escenario electoral. Que Sánchez tiende a abusar de su poder, sin duda. Que Sánchez pretenda convertirse en un dictador, eso nadie lo ve, aunque haya quien lo diga.
La cuestión decisiva de los próximos meses, al margen de la economía, va a ser cuál de los dos grandes partidos es capaz de convencernos a los españoles de que quiere y puede sacarnos del garlito del extremismo radical en el que nos mantiene atrapados el actual sistema de alianzas. Muchos de quienes votaron al PSOE detestan los peajes a Podemos y a los separatistas. Muchos de los que podrían votar por el PP sienten un íntimo rechazo por cuanto supondría tener que depender de Vox.
De ahí que sea tan importante la recuperación de Ciudadanos, pues es el declive del centro lo que amplia el poder de los extremos. A falta de ese “partido moderador”, el esfuerzo que deberían hacer PSOE y PP para desembarazarse de sus respectivos compañeros de viaje se convierte en algo realmente hercúleo. El PSOE no lo consiguió en Cataluña, pese al prometedor triunfo de Illa. Ayuso sí lo logró en Madrid, al reducir a Vox a la irrelevancia. Pero Madrid tiene su propio ecosistema político y ese resultado no es percibido como algo extrapolable.
Cuestión distinta sería si un adelanto electoral en Andalucía permitiera a Moreno Bonilla, con la muleta de Juan Marín, desembarazarse de forma similar de Vox, como sugieren las últimas encuestas. Y si eso facilitara el triunfo del liberal Carlos Mazón, en el previsible anticipo que Ximo Puig provocaría en Valencia precisamente para evitar que ese pujante rival se consolide.
Un PP capaz de gobernar en Madrid, Andalucía y Valencia sin depender de Vox, como ya lo hace en Galicia y Castilla León, llevaría sin duda a Casado a la Moncloa. Pero Moreno Bonilla no va a desencadenar ese proceso, en todo caso arriesgado, a menos que sea Vox quien no le deje otra opción.
El presidente de la Junta cree, con buen criterio, que lo que les conviene a los andaluces es agotar la legislatura para recoger en el año y medio que resta los frutos de sus reformas. Por eso hace oídos sordos a las urgencias partidistas o simplemente ideológicas que le instan a tirar por la calle de Ayuso. Como escribí hace unas semanas, Moreno Bonilla y su 'alter ego' Bendodo están convencidos de que hay “otra manera de ganarle al PSOE”.
La iniciativa política para sacarnos de la disyuntiva de salir de un garlito para caer en otro tendrá que partir por lo tanto de Génova. ¿Serán capaces Casado, García Egea, Cuca Gamarra y los demás de demostrar que, aunque en España no debe haber personas “non gratas”, a menos que sean condenadas por los tribunales, sí que debe haber políticas “non gratas” y que están dispuestos a aislar las de Vox con infranqueables líneas rojas? Ahí se dirime el futuro de España.