Una de las cosas que más nos impresionaba a quienes visitábamos el Kremlin en tiempos de la gerontocracia comunista —yo estreché la mano de Chernenko y le describí como "un plantígrado herido" cuando ya tenía un pie en la tumba— era la contradicción entre el lujo y grandiosidad de aquellos salones y la austeridad igualitaria inmanente a la ideología comunista. Putin no tiene ese problema, por mucho que sus orígenes entronquen con el KGB.
Las cuatro grandes estatuas situadas muy cerca de la inmensa mesa alargada, fabricada en Alcásser, en la que el amo del Kremlin empequeñece a sus interlocutores, revelan con coherencia cual es su idiosincrasia. Representan a Catalina la Grande, Pedro el Grande, Nicolás I y Alejandro I, cuatro grandes zares conquistadores, vinculados de una manera u otra a Ucrania y en especial a Crimea.
Aunque desde la extrema derecha mediática se insista en la tabarra de que Putin continúa siendo comunista y por lo tanto los muertos de Ucrania hay que anotarlos al suma y sigue del "fantasma" que desde mediados del XIX "recorre Europa", los hechos son bastante elocuentes.
Aún sigo atónito por la impresión que me produjo, hace cinco años, visitar San Petersburgo en el centenario de la Revolución de Octubre y no topar sino con una especie de amnesia oficial que excluía hasta la más modesta exposición conmemorativa. Como si Mitterrand, a la sazón en el Elíseo, hubiera soslayado el bicentenario de la Revolución Francesa en 1989.
Una de las claves de esta apostasía, me explicaron entonces, eran los estrechos lazos de Putin con la Iglesia ortodoxa rusa, expoliada por el comunismo ateo y convertida en la práctica en el gran agente electoral de una nueva restauración zarista.
Eso es lo que en definitiva pretendía este hombre de rostro impenetrable con facciones sinodescendientes: convertirse en el quinto gran zar digno de una estatua en el Kremlin. Todo cuadra, con la perspectiva actual.
Estábamos asistiendo a la transformación de un proyecto de poder personal de índole tecnocrática que inicialmente tenía como coartada la mejora del nivel de vida del pueblo ruso y como objetivo real el enriquecimiento sin tasa del propio Putin y su círculo de oligarcas, en algo muy diferente.
Como en la fábula de El zorro y el erizo de Isaiah Berlin, inspirada en el sentido de la historia de Tolstoi, resultó que después de mucho merodear en pos de cargos y riquezas, Putin pareció haber descubierto la "única gran cosa" que de verdad le importaba: el nacionalismo ruso y su derecho a la restitución de las glorias pasadas.
Sus últimos discursos afloran una argumentación tan primitiva como la de la "puñalada por la espalda" que Hitler atribuía a los generales que se rindieron en la Primera Guerra Mundial y las oscuras fuerzas financieras semitas que respaldaban la República de Weimar.
Según Putin, Rusia fue traicionada por Gorbachov y Yeltsin, artífices o al menos cómplices pasivos de la amputación de esa parte del "espacio vital" histórico —el "lebensraum" del Reich alemán— que la antigua URSS había fagocitado en su interior, del Báltico al Mar Negro, como feudos adquiridos, y blindado en su exterior, a través de los estados vasallos del Pacto de Varsovia.
Aunque el intento de revertir la historia afloraba ya en las guerras del Caúcaso, la crisis de Ucrania supone la consumación de este cambio de guion. Es como si, por impotencia, hastío o ansiedad, Putin hubiera renunciado ya a pasar a la posteridad como el reformista que consumó la incorporación de Rusia al mundo desarrollado en la era de la globalización. Y como si intentara a cambio resucitar el imperialismo colonizador de esos zares legendarios que en pleno siglo XXI le sirven de modelo.
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Precisamente uno de los temas dominantes del estudio que Berlin hace de "Guerra y Paz" es el hondo desconocimiento de la realidad, la ceguera profunda que caracteriza a los grandes hombres que creen dominar y forjar los acontecimientos en el campo de batalla, ya se trate de Napoleón, del mariscal Kutuzov o del propio Zar. Y aquí también aparece retratado Putin.
Es obvio que cuando hace tres semanas cedió a su propio determinismo y escribió los primeros párrafos de su crónica de una invasión anunciada, no contaba con el nivel de resistencia del régimen ucraniano, ni con la contundencia y operatividad de las sanciones económicas occidentales, ni sobre todo con el grado de repudio de la opinión pública mundial.
Putin no contaba con el nivel de resistencia ucraniano, ni con la contundencia de las sanciones económicas, ni sobre todo con el repudio de la opinión pública mundial
Todos los invasores sueñan con ser recibidos como libertadores. Es el mito del desembarco de Normandía y la entrada triunfal en París. O incluso el de la llegada de Hitler en coche descubierto a Viena tras la "anschluss". Pero todos olvidan que tal acogida popular requería de una ocupación hostil previa o de la nostalgia por un pasado común próspero. Por eso ni Sadam en Kuwait City, ni los propios norteamericanos en Irak, ni ahora Putin en Ucrania se han encontrado con lo que esperaban.
La fantasía de que Zelenski encabezaba un gobierno neonazi implicado en el tráfico de drogas del que los ucranianos deseaban desembarazarse para volver al seno de la madre Rusia se ha desvanecido a las primeras de cambio. Sólo en Crimea y una parte del sureste ucraniano, ese sentimiento, basado en la identificación de Occidente con el fascismo, es mayoritario.
Es la secuela de los horrores de la invasión alemana durante la Segunda Guerra Mundial, dramáticamente reflejados en la película soviética Ven y Mira, recomendada este fin de semana en nuestro Enclave ODS por David G. Maciejewski.
Pero el tiempo no se ha detenido en la salvaje quema de aquella iglesia bielorrusa con los niños dentro ni en la brutal liquidación de sus infames artífices. Ochenta años después de esa barbarie abisal reconstruida por Klímov, otro cineasta, el ucraniano Serguei Loznitsa, caricaturiza el estereotipo subsiguiente. Lo hace en una escena de Donbás en la que un grupo guerrillero pro ruso captura a un periodista alemán al grito de "¡Tenemos a un fascista!" y su jefe concluye, después de interrogarle: "Aunque usted no sea fascista, seguro que su abuelo sí lo era".
Otro de los miembros de la partida explica entonces el sentido de su lucha con idéntico razonamiento, y casi las mismas palabras, que acaba de emplear Putin: "Esa peste fascista se ha instalado en el oeste de Ucrania". O sea, desde su perspectiva, en la práctica totalidad del territorio.
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Sin embargo, ni una sola de las ciudades importantes del país ha abierto sus puertas a los rusos, el ejército ucraniano mantiene sus posiciones, destruye tanques y derriba aviones pese a su clara inferioridad y el sentimiento patriótico de resistencia cunde por doquier.
Putin ya sabe que no conquistará Ucrania como libertador y ahora vacila si hacerlo como verdugo. Su problema, algo que no sucedía ni en Chechenia ni en Osetia del Sur, es que el mundo entero le está observando como si secundara la invitación del título de aquella película de Klímov, extraído del Apocalipsis de San Juan.
Cada movimiento de tanques, cada bombardeo en las inmediaciones de una central nuclear o sobre el tejado de una maternidad, cada ataque contra civiles en fuga es narrado, fotografiado y televisado poco menos que en directo. "Ven y mira". Hemos acudido y estamos mirando.
La drástica oposición a esa forma de resolver los conflictos geoestratégicos, reales o imaginarios, ha dado pie a un movimiento universal de una amplitud y un calado sin precedentes. Tanto el pacifismo absolutista del "no a la guerra" como las necedades seudo filosóficas que relativizan los actos del tirano en función de su aparente aceptación por los tiranizados, están quedando aplastados por un sentido elemental de la justicia, la objetividad y la decencia.
Putin ya sabe que no conquistará Ucrania como libertador y ahora vacila si hacerlo como verdugo
Nadie acepta que ciudades, como estas en las que vivimos nosotros, puedan ser bombardeadas, incendiadas y destruidas y sus habitantes obligados a elegir entre el incierto éxodo y la inanición ateridos de frío. Es intolerable que, para algunos de ellos, tan parecidos a nosotros, la única opción sea morir bajo la metralla o bajo los escombros.
La humanidad no puede soportar este nuevo regreso al planeta de los simios, esta degradación animalesca como reedición inversa de lo peor de su pasado. Y por supuesto que Putin representa el Mal con mayúscula porque es el agresor y Zelenski el bien circunstancial y disponible porque es el agredido.
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A Irene Montero se le ocurrió apelar a la "diplomacia de precisión" y, por el hecho de que la expresión haya salido de su boca, no deberíamos desdeñarla. ¿Qué otra cosa sino esa es la que está intentando aplicar la comunidad internacional para que Putin salga de la ratonera en la que se ha metido?
Los viajes a Moscú y las teleconferencias con el líder ruso de Macron y Scholz, antes y después de la invasión, el encuentro entre Lavrov y el ministro de Exteriores ucraniano en Turquía, los propios ofrecimientos de Zelenski a afrontar los problemas del Donbás y Crimea, la contención de Estados Unidos, la OTAN y la Unión Europea, ayudando militarmente a Ucrania pero sin establecer la zona de exclusión aérea que generalizaría la guerra con Rusia… todo eso son pruebas de que la vía de la "diplomacia de precisión" está permanentemente abierta.
Lo que nadie aceptaría —y la calle va en eso por delante de los gobiernos— es la diplomacia de brocha gorda, consistente en que, como dijo Churchill en una situación análoga, "a quien exige 2 libras a punta de pistola se le entreguen una libra, 17 chelines y 6 peniques y el resto en cómodos plazos". Eso es lo que plantea Putin cuando no sólo exige porciones de territorio sino un cambio de la Constitución de Ucrania que bloquee para siempre su capacidad de decidir.
La vía de la "diplomacia de precisión" está permanentemente abierta
O sea, el despojo de los ucranianos de la esencia de su ciudadanía para reducirlos a una servidumbre que mañana puede afectar a los moldavos y pasado mañana quien sabe si a los rumanos, polacos, letones o lituanos. En todos ellos debemos sentirnos reflejados hasta obligar a nuestros gobiernos a no transigir, como en definitiva pretende la atolondrada Irene Montero, ministra en la tómbola del radicalismo.
Más le valdría escuchar a Pablo Castellano, uno de los últimos referentes de la verdadera izquierda, líder moral del movimiento anti OTAN en el referéndum del 86, el hombre que pudo serlo todo si hubiera renunciado a sus principios, rompiendo hoy su silencio en nuestro periódico para sintetizar que negar armas a los ucranianos, como propone ella, equivaldría a cruzarse de brazos "mientras un gorila apalea a una ancianita".
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Albares acaba de declarar, también a EL ESPAÑOL, que "estamos intentando conseguir el colapso económico de la Rusia de Vladimir Putin". Nada más y nada menos. Y en ese plural podemos incluirnos todos como usuarios de energía, consumidores de bebidas y alimentos o seguidores de espectáculos culturales o deportivos. Se trata, como escribe Carmen Serna, del "borrado de Rusia" mientras Putin siga haciendo lo que hace.
Más explícita aún fue el martes en el Senado norteamericano la número 3 del Departamento de Estado Victoria Nuland: "Este conflicto terminará cuando Putin cambie de rumbo o cuando el pueblo ruso se ocupe del asunto con sus propias manos". Rectificación o derrocamiento, esa es la fórmula.
Si nuestra determinación se mantiene, y ahí está la declaración de Versalles como prueba de la firmeza de Europa, a Putin sólo le quedarán dos salidas, tal y como las ha expresado Thomas Friedman: o una derrota "rápida, pequeña y algo humillante" o una derrota "lenta, profunda y muy humillante".
Si nuestra determinación se mantiene, a Putin sólo le quedarán dos salidas: o una derrota "rápida, pequeña y algo humillante" o una derrota "lenta, profunda y muy humillante"
Los riesgos de esta segunda opción son terroríficos, teniendo en cuenta sus recurrentes referencias primero a la guerra nuclear y ahora a las armas químicas. Pero cada día que pasa la deseable primera alternativa se desvanece: de igual manera que no estamos viendo una guerra relámpago, tampoco volveremos a la paz al cabo de cuatro truenos más.
Siempre se ha atribuido a Ralph Waldo Emerson la frase convertida en mantra del emprendimiento: "Construye una mejor ratonera y el mundo se abrirá camino hasta tu puerta". La salvedad viene a cuento de que el gran filósofo y poeta bostoniano murió años antes de que se patentara la primera ratonera.
Pero el caso es que, movidos por ese conjuro, todos los años se registran, sólo en Estados Unidos, cientos de nuevos artilugios con los más diversos procedimientos de atrapar y aniquilar a los indeseados roedores. Con lo que nadie contaba —lo inesperado, el "cisne negro"— es con que Putin inventara una ratonera tan perfecta para atraparse a sí mismo.