“Furiosos combates en el frente occidental”, “Violentos choques en el frente occidental”, “Pugna encarnizada en el frente occidental”, “Siguen los enfrentamientos en el frente occidental”.
Echar un vistazo a los sucesivos titulares de La Correspondencia de España de hace cien años (verano de 1916), cuando Europa estaba inmersa en la Primera Guerra Mundial, produce una curiosa mezcla de hastío y fascinación. Y ayuda, a la vez, a contemplar con nuevos ojos el bloqueo político que ha vivido España en la primera mitad de 2016: esta tensión entre tediosa actualidad y procesos más profundos.
Efectivamente, es difícil superar el grado de reiteración que alcanzó la actualidad de la Primera Guerra Mundial. La estrategia de trincheras, la inmensa superioridad de las técnicas de defensa sobre las de ataque, garantizaron que entre finales de 1914 y mediados de 1918 no sucediese nada verdaderamente novedoso. Leyendo los periódicos de la época, uno se maravilla ante la insistencia de los periodistas en seguir informando sobre sucesos obstinadamente idénticos: “fracasa la ofensiva germana”, “fracasa la contraofensiva francesa”. Y así.
Pero mientras no pasaba nada, pasaba todo. Cada día de esos cuatro años se destruían decenas, centenares de vidas humanas. Cada día se empleaban suministros que aceleraban el desgaste industrial de los países en guerra. Cada día se preguntaba alguien por primera vez el porqué de aquel colosal sinsentido. Cada día, en suma, suponía un pequeño pero irreversible paso en el proceso de atrición que acabó conduciendo al final del conflicto. Un desgaste que actuaba sobre las tropas y sobre las economías de guerra pero también, y fundamentalmente, sobre las mentalidades: porque con cada carta que informaba de la muerte de un joven en el frente, con cada mirada a la cartilla de racionamiento, se iba transformando todo un haz de ideas acerca de lo que son la guerra, la nación, el heroísmo, la vida.
Volviendo a nuestro país, los futuros historiadores que se asomen a lo sucedido en estos desesperantes meses de campañas, debates, pactómetros, tanteos, negociaciones, rumores y postureos encontrarán una variante trajeada de aquella tensión entre superficie y profundidad, entre actualidad y proceso. Verán que las torpezas de los políticos eran el síntoma, el aspaviento de un país que se encontraba en plena transformación. Un país que iba haciéndose cargo de lo que es el pluripartidismo en la práctica, y que avanzaba a tientas entre los retos que plantea una época rotundamente excepcional.
Lo que nos falta, por supuesto, es saber en qué acaba todo esto: si asistimos al desmembramiento del sistema del 78 o al desafío del que salió reforzado; si España reanudará el paso o se instalará en una nueva serie de deficiencias crónicas, entre las que estará la ingobernabilidad. Lo desconocemos como desconocían los generales de la Primera Guerra Mundial qué ofensiva sería la definitiva, qué ataque agotaría al fin la resistencia del enemigo. Pero al igual que ellos sabían que toda guerra llega a su fin, nosotros sabemos que las sociedades modernas son intrínsecamente dinámicas, incapaces de estarse quietas un solo segundo.
Confiemos, por tanto, en que esta actualidad política que se repite más que un atracón de alioli no es sino la máscara de procesos mucho más densos e interesantes. Que, a pesar de las apariencias, llevamos varios meses moviéndonos entre el barro de nuestras trincheras mentales. Que todos los días hay novedades en el frente.