Urge realizar un estudio sobre la extraña comunión entre lo cursi y lo siniestro. De cómo tipos como Arnaldo Otegi, que durante tantos años asumió con naturalidad una rutina sangrienta, desarrollan ese gusto por el floripondio y el almíbar.
El exconvicto eligió el más cursi de los versos de Neruda para defender su candidatura a lehendakari: "Podrán cortar todas las flores pero no detendrán la primavera". Neruda es el azúcar glasé del totalitarismo. Puestos a recitar al inmortal poeta chileno, el líder abertzale podía haber recurrido a la injustamente olvidada Oda a Stalin o a alguno de los inspirados versos que le dedicó al padrecito de los pueblos en su Canto General: "Stalin alza, limpia, construye, fortifica,/ preserva, mira, protege, alimenta,/ pero también castiga./ Y esto es cuanto quería deciros, camaradas:/ hace falta el castigo".
De la condición de botarate de Otegi ya hemos dado cuenta en algún artículo anterior y se entiende que tenga que recurrir a Wikiquote -nadie sabe de dónde carajo salió esa lección de botánica de Neruda- para darle forma a su pensamiento. Cuando consigue construir una frase por sí mismo, el abertzale es todavía más transparente. Leámosle defender con voz propia, sin metáforas de jardinero, su derecho a concurrir a las próximas elecciones autonómicas: "La democracia no es el respeto a la ley sino a la voluntad popular".
Esta es la más elemental perversión de la idea de la democracia. Y la más habitual en la España de hoy. El verdadero problema es que esta obvia malversación de la voluntad popular no es una doctrina que cultive en solitario Otegi, un hombre que ya ha demostrado que carece de cualquier dique moral. Es el combustible político de la aventura de Puigdemont, Forcadell, Junqueras y, con ellos, de una parte considerable de la opinión pública y publicada catalana. Es la idea sobre la que el cacique sustenta su deseo de impunidad, la que permite al equidistante transigir con el troceamiento de la soberanía nacional y el meollo del acervo que el populista quiere imponer como sentido común. El eurodiputado de Podemos Miguel Urban lo acaba de decir en un tuit: "Creo que en democracia, el papel de Arnaldo Otegi lo deben de (sic) decidir votando las vascas y los vascos y no audiencia nacional (sic)".
Quienes anteponen la voluntad popular a la ley no están invocando el poder de los votos sino de la muchedumbre. Atención, ahora va una de esas obviedades tan ofensivas para cualquier lector en sus cabales: los votos facultan para legislar, no para saltarse la ley. Los votos eligen legisladores, no caudillos.
Esa dialéctica, ley versus muchedumbre, se ha convertido en el pulso crucial de la democracia española. Su ser o no ser. Por paradójico que parezca a los sacerdotes del volkgeist, es el sometimiento a la ley lo que forja a los ciudadanos libres. La arbitrariedad solo gobierna súbditos, aunque sea en su nombre.
En el caso de Otegi opera un agravante. Quienes defienden que su popularidad en las calles permite ignorar su inhabilitación en los juzgados no defenderían con tal devoción la rehabilitación política de, pongamos, un Francisco Granados. La complicidad con el asesinato ya es más aceptable que el robo. Siempre que el asesinato se ennoblezca con el adjetivo "político", claro.