Antonio López de Santa Anna es uno de los personajes más fabulosos del siglo XIX mexicano. General y hacendado, y apoyado en distintos momentos por centralistas, federalistas, liberales y conservadores, fue el líder al que cualquier grupo podía volverse cuando necesitara un espadón para “salvar la Patria”. Fue presidente entre seis y once veces -dependiendo de a quién se le pregunte-, y al final, en una nueva demostración de que el poder es el peor enemigo del sentido del ridículo, decidió nombrarse dictador y auto-otorgarse el título de “Alteza Serenísima”.
Lo interesante de Santa Anna -más allá del funeral de Estado que organizó para la pierna que había perdido en un combate- es la discrepancia absoluta entre sus cualidades objetivas y su supuesta indispensabilidad para su país. Santa Anna no era un gran militar, ni un político habilidoso, ni un ideólogo visionario, ni un eficaz administrador. A pesar de lo cual, cada uno de sus desembarcos en la presidencia del país venía precedido de una retórica de excepcionalidad: al fin llegaba la única persona capaz de salvar a México de sí mismo.
Como me aclara el historiador Francisco Eissa-Barroso, la explicación de esta paradoja no está en el propio Santa Anna, sino en los grupos que en un momento u otro se apoyaron en él. Fueron las necesidades de estos grupos las que los llevaron a ver -y a vender- a Santa Anna como un ser excepcional e indispensable para la vida nacional. El irrepetible redentor de la Patria no fue, en realidad, más que el salvador del grupo que en aquel momento había decidido recurrir a su figura. Y ni siquiera eso, porque sus propios defectos le impidieron salvar a ningún proyecto de forma duradera, incluso cuando el proyecto era él mismo: la dictadura de Su Alteza Serenísima sólo duró dos años antes de que lo largaran del país.
A Rajoy y a Santa Anna los separan un océano, ciento setenta años y algunas cosas más, pero sus figuras coinciden en esa discrepancia entre cualidades objetivas y pretensión de indispensabilidad. Aquí también hemos visto cómo alguien cuyo paso por varios ministerios no se tradujo en ninguna reforma de calado, alguien que sólo ganó unas elecciones después de la autoinmolación del contrincante, y alguien cuya primera legislatura solo ha aplazado la resolución de los principales problemas del país, ha ido acumulando a su alrededor un aura de excepcionalidad. Ya sabemos: Rajoy como el salvador de la Patria ante el colapso económico; Rajoy como el viejo zorro que conoce a España mejor que todos los analistas; Rajoy como la única esperanza de que haya gobierno y no vayamos a terceras elecciones; Rajoy como el único hombre tranquilo en esta jaula de grillos. Mariano Rajoy: nuestra Alteza Serenísima.
El argumentario de la excepcionalidad de Rajoy se intensificará en los días que faltan hasta la sesión de investidura, y seguramente entrará en modo exaltado si esta fracasa y tenemos que volver a las urnas. Como en el caso de Santa Anna, por tanto, conviene preguntarnos qué hace indispensable a Rajoy para aquellos que lo convertirían en indispensable para España. Quizá, para barones, vicesecres y cargos medios -es decir, la misma gente que tendría que moverse para echarlo-, Rajoy es la oportunidad de llegar altísimo sin mayores méritos que la lealtad y la grisura. Quizá Rajoy no ha construido solamente un PP a su medida, sino también a la medida de quienes le rodean. Y quizá, para sus apoyos sociales y sus altavoces mediáticos -los que desde el mismo 26-J presionaron a Ciudadanos para que aceptara la indispensabilidad de Rajoy-, es el espejismo de que se pueden lidiar los problemas del presente con el capote de la asepsia. Una falsa tecnocracia para una falsa tranquilidad.