Compré el cuadro en una cena. Era la época en la que lo más “chic” era frecuentar cualquiera de aquellos restaurantes de los que podías llevarte hasta las servilletas pasando previamente por caja. Eran tiempos en los que el paladar y el criterio se mezclaban con el lugar, el estilismo y luego ya si acaso, la carta. Al menos no existían aún las redes sociales y ser cliente de lo que fuera no te daba más puntos en el currículo. Pudo haber sido mucho peor.
Me costó una pasta sin ser más que una reproducción edición limitada. Una pasta para mí. El cuadro era un extra solo comparable al amor que profesaba al tipo con el que cenaba, un hombre idealizado más allá de sus posibilidades. Pero con aquel cuadro me creía mi propia película; era joven y aún me mentía. Audrey Hepburn en primer plano embutida en un vestido de corte sirena, guantes largos, fumando un pitillo en boquilla extralarga y sosteniendo una pistola. A su derecha a lo lejos el inconfundible Sean Connery disparando como solo puede disparar James Bond desde el obturador de la cámara con el que conmina a seguirlo. Mi hombre se sabía hasta los títulos de crédito de todas sus películas. Iconos cinematográficos de ambos sobre fondo rojo. En una esquina, la firma del artista: A. de Felipe. Saqué la tarjeta y nos lo llevamos a casa. Esa noche el postre incluyó de todo. Éramos otra pareja de moda.
Pasados unos años el homenajeado y yo partimos peras y repartimos enseres. A pesar de que aquel cuadro era más que suyo, eligió dejarlo en la misma pared que lo colgamos completamente borrachos una madrugada de sábado; a cambio se llevó toda mi colección de CD de Pink Martini. Desde entonces aquel pedazo de icono pop de 1’30 de estatura ha sido testigo de mis avatares; amantes, esposo e hijo incluidos. Desde que compré ese cuadro hasta aquí he dado alguna que otra voltereta. Tantas como para que se le haya descascarillado más de una esquina. Después de años encumbrando mis camas, ahora reposa tranquilo en una pared de la habitación en la que me encierro a escribir. Del tipo que lo despreció no tengo noticia alguna, pero desde este fin de semana sé que lo mismo todo aquello solo fue postureo. Igual que yo no amaba tanto al experto en James Bond, puede que la cena y hasta el cuadro que compré no valgan lo que pagué por ellos. Pero cumplí como corresponde: postureo en estado puro.
Lo mismo mi A. de Felipe es un Fumiko Negishi. Lo mismo el artista más pop de todos lo tiempos se sustenta en la misma mentira sobre la que yo mantuve aquel primer matrimonio. A. de Felipe ya ha dicho que pintará hasta delante del juez para demostrar que la japonesa artista no era más que una vulgar obrera, como si lo único que contara fuera quién lo firma.
Quiero un cargamento de palomitas para disfrutar con este melodrama. Me consuela saber que al menos sucumbí a uno de los iconos del postureo patrio igual que me creí que aquel tipo era más de la mitad de lo que realmente era. Al fin y al cabo hay un A. de Felipe hasta en el Pabellón del Príncipe. Y eso, que yo sepa, queda por Zarzuela.