Ya se lo había advertido, en el hemiciclo, su máximo rival: “Cuídese del Sr. González”. Pero Sánchez no se cuidó; y, a decir verdad, tampoco era Iglesias, como ha quedado demostrado, su peor rival: el enemigo habitaba, para sorpresa del secretario general de los socialistas, su misma casa.
El PSOE, ese partido histórico que aún conserva el orgullo de haber gobernado durante más tiempo la España democrática reciente, se autodestruye. Ajeno a la sabiduría popular -los trapos sucios han de lavarse en casa-, ajeno al bienestar del país -¿quién ejercerá ahora de oposición aunque sea “en funciones”?- y ajeno a su propia paz emocional -¿cómo es posible liderar un partido de forma inteligente en semejante tesitura?-, el PSOE ya no está al borde del precipicio, como certificaban sus últimos resultados electorales. En estos momentos no hace otra cosa que precipitarse a toda velocidad por el tobogán del desastre, en dirección a una súbita e inquietante irrelevancia.
A poco más de un mes de la convocatoria automática de unas terceras elecciones generales, si no hay cambios, nadie sabe hoy quién manda en el partido. Sánchez quiere que lo decidan los militantes; Díaz quiere hacerlo ella. Entre uno y otra, y los afines de ambos, Ferraz se parece demasiado a una película de los hermanos Marx, aunque sin gracia alguna.
En su apoteósica caída, a los socialistas no se les observa capacidad de frenada, ni tampoco de reacción, sea cual sea el resultado de tan siniestro capítulo. Malherido o muerto del todo es como seguramente concluirá este vertiginoso salto -o empujón- al vacío de Sánchez que, irremediablemente, arrastra a no solo a la mitad de los miembros de su Ejecutiva, sino a todo su partido, críticos incluidos.
Los populares, mientras, se relamen ante las dos posibilidades que se vislumbran junto a este devastador nuevo contexto: elecciones generales el 18-D con su eterno rival tumbado en la lona, moribundo; o, en su defecto, una abstención suficiente del nuevo PSOE de Susana Díaz. Todo sea por el bienestar del Estado o, posiblemente, por el de la dirigente andaluza. Ella, como sus más disciplinados devotos, tienden a confundir los intereses de ambos. Quizá por eso, una vez que Sánchez bloqueó definitivamente el Gobierno de Rajoy, Díaz ha bloqueado a la oposición, que también era ella. Víctimas quizá de la nueva política, los dirigentes socialistas ahora se autobloquean, se autodestruyen.
En medio de este caos tan demoledor, la cuestión catalana cobra especial relevancia. Porque Sánchez tenía un plan oculto para romper España, según el PSOE de Castilla-La Mancha, pero Puigdemont no ha esperado a que alguien, quien sea, lo ejecute. Su anuncio de un referéndum independentista en uno año surge en un momento de especial debilidad de las instituciones del Estado. No parece casual.
Resulta especialmente subversivo que en el epicentro de este escenario tan asfixiante para el país -el Gobierno asediado, la oposición acorralada- haya surgido la figura de Felipe González, que fue quien tiró la piedra que agrietó del todo los cuarteados tejados de Ferraz. Con su pedrada llena de desconfianza y sutileza, con este último aparente servicio al Estado que incluye el sacrificio del secretario general del partido al que pertenece, González ha confirmado sin pretenderlo su propia teoría: un expresidente del Gobierno es como un jarrón chino, no importa dónde lo pongas, siempre queda mal.
Pedro Sánchez debió haber escuchado a muchos en los últimos meses. No solo a los que interpretaban la debacle de las encuestas; no solo a los que interpretaban los resultados de las elecciones generales y autonómicas; también, a sus adversarios políticos que, a pesar de no ser los más fieros, ésos que han acabado devorándolo, le advirtieron: “Cuídese de él, Sr. Sánchez”.