El Premio Nobel sigue cumpliendo su función conmigo: descubrirme autores que desconocía. Así Bob Dylan. Por supuesto, sabía quién era: como para no saberlo. Me he pasado la vida metiéndome con él –soltando que era “el Ramoncín de la armónica” y cosas peores– para reírme de los dylanitas, que como buenos devotos son muy agradecidos de epatar. Pero nunca me había interesado mucho por su obra. Ahora, empujado por la Academia Sueca y las masas, y haciendo un alarde de falta de personalidad, he empezado a oírlo en serio y me gusta. Soy, pues, el dylanita más reciente: ese tipo de advenedizo que solo le presta atención a un autor cuando le dan el Nobel. (Supongo que de algún modo redondeo el asunto).
Al Nobel, por otra parte, hay que contextualizarlo: un premio literario que no supo encumbrarse a sí mismo al no darse al mayor escritor de su tiempo, Jorge Luis Borges (“no darme el Nobel se ha convertido en una tradición escandinava”, bromeaba el argentino), es ya un premio necesariamente menor. Pese al bombo mediático, hay que restarle importancia. En último extremo, la Academia Sueca no ha hecho más que señalar que Dylan no es Borges.
Pero, aunque sea un premio devaluado, ¿se merece Dylan el Nobel de Literatura? No sé calibrar la calidad de sus letras, pero por otras letras que sí sé calibrar (las del brasileño Chico Buarque, por ejemplo; quien, por cierto, aparte escribe novelas), afirmo rotundamente que un letrista sí puede llevarse un premio literario. Y con más merecimiento, si es bueno, que muchos escritores mediocres. La literatura es el arte de las palabras, y no son menos palabras porque vayan en una canción. Por otro lado, este Nobel a Dylan, que parece el más moderno, es en realidad el más antiguo de los que se han otorgado nunca, puesto que enlaza con las fuentes mismas de la lírica (cuyo propio nombre, derivado de “lira”, delata su origen musical).
Curiosamente, Borges tiene algo que ver con el premiado de este año, porque –además de considerar que nuestra mejor poesía era la del romancero y la lírica tradicional, géneros orales y musicales, según recuerda el poeta y cantautor Alejandro González Terriza–, él mismo compuso letras de milongas. En el prólogo al libro que las recoge, ‘Para las seis cuerdas’, escribe: “el lector debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea, en el umbral de su zaguán o en un almacén, acompañándose con la guitarra”. Y en alguna ocasión hasta se lanzó a canturrear.
Así que al final, por este giro inesperado de las asociaciones, vamos a considerar el Nobel a Dylan como un modo indirecto de premiar (¡de una vez!) a Borges. Este, por lo demás, siempre tuvo en materia literaria muy pocos prejuicios.